Ha faltado una pedagogía hacia las generaciones de la democracia. Algunos amamos la rojigualda porque encarna nuestra emocionante renuncia a la bandera republicana en nombre del pacto cívico. Igual que aceptamos la ikurriña, olvidando su origen sabiniano o su significado racista, en nombre de otro pacto de convivencia -el estatutario- y de otras renuncias.
El entrevistador tenía cuarenta y seis años pese a lo estropeado y envejecido que estaba. Así que cuando me dijo que él identificaba la bandera constitucional con el franquismo yo me pregunté cómo era posible que alguien que no tendría más de catorce años cuando murió el dictador y que por lo tanto no pilló ni los postres de la lucha antifranquista hubiera quedado tan profundamente marcado por semejante recuerdo hasta el punto de que se le hubiera borrado de la memoria toda la experiencia de la transición democrática, que era la que, lógicamente, él sí había podido vivir con más consciencia, intensidad y conocimiento. Lo normal -pensé- es que identificara la bandera rojigualda con la Constitución de 1978 ya que él tendría diecisiete años cuando se votó ésta y una percepción real de lo que estaba sucediendo en su país. ¿Por qué no era así? ¿Por qué parecía tener más vivo el recuerdo traumático de la dictadura que yo mismo, que le llevaba cuatro años y que tenía más motivos para ello pues cuatro años son muchos en esas edades en las que se salta de la infancia a la adolescencia y de ésta a la juventud? ¿Por qué él parecía mayor que yo?
Uno deduce que no se debía exactamente a la experiencia de la represión, sino más bien a una ausencia de pedagogía democrática todo ese trauma que se traía con el franquismo aquel buen hombre, sus resentimientos y sus prejuicios con la iconografía constitucional, sus extemporáneas identificaciones simbólicas, esa presunta incapacidad para poder disociar del difunto régimen de Franco una bandera que mucho antes de que Franco la adoptara representó a la España de Carlos III, a la España liberal de las Cortes de Cádiz, a la España de la Primera República, a la España de la Restauración y que, después de treinta y dos años de desaparecido Franco, sigue representado a nuestro sistema de libertades, al período más próspero que ha vivido este país y al pacto por la convivencia que votamos mayoritariamente los españoles -incluidos los vascos- para no volver a matarnos nunca más unos a otros.
Ha faltado, sí, una pedagogía democrática que hiciera entender a la generación de ese ajado presentador y a las que le han sucedido que hay quienes amamos la rojigualda precisamente porque encarna nuestra emocionante renuncia a la bandera republicana en nombre del pacto cívico. Igual que aceptamos la ikurriña olvidando su origen sabiniano o su significado racista en nombre de otro pacto de convivencia -el estatutario- y de otras renuncias que son -no lo olvidemos- las que la llenan de contenido democrático. Pues también la ikurriña es hoy la bandera de un pacto aunque algún entrevistador amnésico crea que es la de una conquista bélica.
Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 12/3/2007