Las baronías autonómicas y el despilfarro de la mayoría absoluta

EL CONFIDENCIAL 15/05/13
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

De las diez legislaturas de la democracia, sólo en cuatro los ciudadanos han otorgado mayorías absolutas. Se la regatearon a Adolfo Suárez -la derecha no compareció unida a las urnas en 1979- pese a que impulsó la Constitución, pero se la dieron a Felipe González en 1982 (202 diputados sobre 350) y en 1986 (183 escaños), porque la alternativa del PSOE fue la respuesta al frustrado golpe de Estado de 1981 y porque con los socialistas España entró en la Comunidad Económica Europea en 1986 (el acta de adhesión se firmó el 12 de junio de 1985).
La expulsión del poder del PSOE en 1996 -después de dos legislaturas de González sin mayoría absoluta- no fue tan clamorosa como se pudo esperar: Aznar ganó los comicios ese año con 156 diputados y tuvo que esperar al 2000 para lograr 184, una amplia mayoría absoluta con la que la ciudadanía premió la gestión de la crisis por el PP dándole poderes suficientes para la integración de España en el euro. Rodríguez Zapatero no obtuvo ninguna mayoría absoluta, ni en 2004 ni en 2008, y Rajoy aparcó al PSOE en su tercer intento el 20-N de 2011 con una mayoría absoluta superior a la de Aznar: 186 diputados, que es con la que gobierna desde hace ya casi dieciséis meses. De nuevo, el electorado le otorgó este poder exorbitante para sacar al país de la crisis tras siete años de socialismo, tres de los cuales fueron literalmente desastrosos y los cuatro primeros de invertebración de España y de dilución de los valores de la transición. Las mayorías absolutas se han concedido por el electorado siempre para solucionar problemas excepcionales o adoptar iniciativas decisivas.

Las mayorías absolutas se han concedido por el electorado siempre para solucionar problemas excepcionales o adoptar iniciativas decisivas

Ahora estamos en condiciones de contemplar cómo, obscenamente, el Gobierno del PP dilapida un extraordinario e inédito poder político, superior al de los socialistas en 1982 porque al obtenido en las generales del 20-N de 2011 hay que añadir el local y autonómico alcanzado el 22 de mayo de ese mismo año. Las cosas se iniciaron torcidamente con el decreto ley de diciembre de 2011 de medidas urgentes que incumplía la primera promesa electoral -subió el impuesto de la renta-, fueron a peor con la tardanza en la presentación de los presupuestos generales de 2012 para no comprometer la victoria por mayoría absoluta de Javier Arenas en Andalucía -que se frustró- y se sumieron en el peor de los diagnósticos con la gestión de la crisis de Bankia, al tiempo que el propio Rajoy reconocía que la realidad le impedía cumplir con su programa. 
Pero a partir del estallido del llamado caso Bárcenas y la conversión del presidente en un holograma de sí mismo, presente en la vida española a través de las TV de plasma, en combinación con una gestión desastrosa de la comunicación gubernamental -una responsabilidad que la vicepresidenta no sabe cómo asumir ni manejar en su condición de portavoz del Gobierno-, otra no menos desastrosa de las presuntas irregularidades en la financiación del partido y, por fin, un 26-A que ofreció un recital de impotencia gubernamental para combatir la crisis (terrorífico cuadro macroeconómico 2013-16), la sensación de funcionalidad de la mayoría absoluta se ha volatilizado.
En las últimas semanas estamos asistiendo al despilfarro de ese enorme poder: el Gobierno y el propio presidente parecen no controlar las baronías autonómicas –a las que se dirige Rajoy casi en tono de súplica para poder tomar una decisión estratégica con el déficit catalán-,  y la descoordinación en el contenido y el calendario legislativo remite a una confusión casi total. Aunque podrían añadirse algunos elementos más que describen un torpe manejo de la hegemonía política del PP, bastan los datos anteriores para colegir que las encuestas que suponen el hundimiento de las expectativas electorales del PP (algunas hablan de hasta 16 puntos menos respecto del 20-N de 2011) están muy en línea con la percepción de los ciudadanos acerca del juicio que les merece la gestión del Ejecutivo.

El Gobierno y el propio presidente parecen no controlar las baronías autonómicas, y la descoordinación en el contenido y el calendario legislativo remite a una confusión casi total

La contestación de varias de las autonomías del PP (Madrid, Aragón, Extremadura… y otras más discretas) a la política gubernamental es un episodio deprimente de cómo teniendo Rajoy el poder ha perdido la auctoritas. Esta contestación es el peor síntoma -el más grave- de que el mecanismo interno entre el Gobierno y las comunidades no funciona fluidamente y que la relación entre estas y el partido tampoco es correcto. 
Este boquete de insumisión política -a estas alturas difícilmente reductible- es el resultado de unas políticas que llevan a los presidentes autonómicos a la suposición muy verosímil de que, por este camino, van a ser desalojados en menos de dos años y también de que perciben al presidente y a su Gabinete sin energía suficiente para remontar la situación. Por ese sumidero de pelea interna se le escapa al PP el poder a borbotones. No haber abordado en su momento la cuestión catalana -siempre la desesperante quietud de Rajoy- ha conducido exactamente al lugar en el que estamos metafóricamente hablando: el patio nacional de Monipodio porque han entrado en juego los que el catedrático y eurodiputado de UPyD, Francisco Sosa Wagner, denomina “poderes neofeudales”. Creímos que con el PP tal cosa tampoco sucedería.