Xavier Vidal-Folch-El País
Las causas del secesionismo tienen claves económicas, sociales e ideológicas, además de políticas
¿Por qué resiste tanto el secesionismo catalán, incluso por encima de sus fracasos? Sí, por la ventaja que le otorgan los errores, excesos o arbitrismos ajenos, sean políticos, fiscales o policiales. Pero sobre todo porque la deriva indepe incluye una abigarrada rebeldía de gentes variopintas, también acomodadas. Muchas van perdiendo el partido de su propia aventura personal, o la de sus hijos, sobrinos y nietos.
Rebeldía incluso de gente bien vestida, en formato cuidado hasta el límite de lo atildado. Como el que lucía el 6-D en Bruselas, entre patatas fritas, mejillones, gofres y crêpes. Todo el mundo, también quienes gastan chaquetas de ante suave, tiene derecho a sus propias ensoñaciones.
El populismo —soluciones simples a problemas complejos, sentimientos controlando razones, posverdades, recelo a la democracia representativa— cabalga sobre el nacionalismo: este mestizaje 2.0 es lo novedoso, lo explosivo. Como en el Brexit o el trumpismo. La pulsión nacionalista camina con muletas populistas.
¿De dónde surge tanta rebelión? De la cruel jibarización de las clases medias, generada por la Gran Recesión. Aún no digerida.
Uno de cada tres catalanes bajó de clase social con la crisis de 2008, según el estudio Crisis, descenso social y redes de amistad, de la conspicua Fundació Bofill. Y, sobre todo, un 40% vive peor que sus padres. Muchos creen que sus hijos lo pasarán aún más crudo.
Así que el ascensor social se gripó y los instalados, no solo los desheredados —al cabo, de mejor conformar—, se calientan.
Así se explica que en las últimas locales (2015), el quinto municipio más rico de España, Matadepera —la colonia de Terrassa— colocase a la radical CUP como tercer grupo. O que el plutocrático Sant Cugat la aupase a la segunda plaza. Nada distinto de lo que hacían con Podemos otros prósperos municipios castellanos.
Porque un hilo conductor recorre al cabo los populismos, más aún si se entremezclan con nacionalismo, pueblo y patria.
Europa los contrarresta en buena medida, por enemiga de localismos enfrentados. Pero también, paradoja, les da un cierto hábitat: “permite que unidades territoriales sueñen que puedan concebirse como viables por sí solas, siempre que sea dentro de la UE”, dictamina el profesor Mark Damazer, decano del St. Peter’s College, en Oxford.
El revés a estas clases rebeldes no es solo un asunto de rústicos comarcales, también de capitalinos y metropolitanos. Aunque en Barcelona predominan los vecinos con rentas medias (el 44,3% de la población en 2013) este segmento se desplomó: había bajado 14,3 puntos desde 2007, la víspera de la crisis (Informe de Coyuntura de la ciudad de Barcelona).
Si en 1985 el 40% de los empleados eran pequeños empresarios, autónomos, administrativos y empresarios calificados, en 2011, solo llegaban al 20%. Y los pobres con estudios superiores se cuadriplicaron con holgura, al pasar del 4,3% al 18,4%, ese fenómeno paralelo y concomitante con el de los trabajadores precarios.
Nada muy distinto a lo que sucede en EE UU. Su clase media, que en 1971 suponía una amplia mayoría de la población, en 2015 quedaba superada por los dos extremos, los más ricos y los más pobres, según el Pew Research Center. Y si en 1971 suponía el 61% de los hogares, en 2015 había descendido al 50%. ¿Tiene algo de extraño que la expresión política, nacionalista y populista, de este declive, acabe siendo similar?
Manipulando la complicada evolución de la sociedad, planea la política. El representante hegemónico, por antonomasia, de esas clases medias sometidas a presión, constreñimiento e incomodidad, fue desde la transición el nacionalismo de Convergència i Unió. No tardó mucho en entrar, él también, en crisis, en evacuar a los democristianos, neutralizar a sus (escasos) socialdemócratas, deslocalizar a sus liberales. No en vano el partido, como propugnaba Stalin, se fortalece en la purga.
Pero no era este un designio siquiera pensado, previsto y planificado, sino consecuencia de errores fatales. La política de extrema austeridad seguida desde final de 2010 por Artur Mas (recortes sociales por el 10% del presupuesto) chocó contra los intereses de sus menestrales y botiguers. Y contra los retoños de estos, que se rebelaron el 15-M de 2011. Justo un mes más tarde asediaban al Parlament, y Mas debía acceder a él en helicóptero.
Entonces supo desviar la rabia hacia “Madrid”, “el Estado” y (algunos adláteres) hacia el “España nos roba”. Y se puso a cabalgar sobre los referendos locales de independencia, organizados en los pueblos por las bases. Un nuevo populismo sobre el catálogo de los viejos agravios nacionalistas (a los que enseguida Mariano Rajoy no sabría qué responder). ¿Cabalgó o le cabalgaron? Su antecesor jamás lo habría permitido.
Y junto a la crisis social y política, la ideológica. El añejo catalanismo que se catapultaba desde un siglo antes sobre España con un proyecto de modernización, económica, europeización y descentralización política se quedó sin motivo. Precisamente porque ya había conseguido sus objetivos. Había triunfado (Ferran Mascarell, Catalanisme deucentista, La Magrana). Y se quedó así huérfano de ideas nuevas, constructivas, que ofrecer a su buena gente. Acabó optando por el desorden.