IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Con el rápido pacto valenciano, Feijóo envía un mensaje contradictorio sobre su intención de gobernar en solitario

Los votantes del PP y de Vox se dividen en cuatro partes: los que quieren que pacten, los que no, los que les da igual y los que lo consideran inevitable. Al primer grupo pertenecen sobre todo los partidarios de Abascal; al segundo, los electores huérfanos de Ciudadanos y en los dos últimos, casi con seguridad los más grandes, se encuadra un amplio número de conservadores y liberales cuya prioridad pragmática consiste en desalojar del poder a Sánchez. No está claro, sin embargo, que ese imperativo circunstancial implique la necesidad de cerrar acuerdos cuanto antes, sobre todo si pueden repercutir en el resultado de las próximas generales. Por eso sorprende la velocidad del pacto valenciano, que podía haberse aplazado o madurado con un manejo prudente del calendario y que se ha resuelto de un modo inesperadamente rápido tras el veto de los populares a un líder regional de Vox condenado en su día por malos tratos. El movimiento de Feijóo despeja algunas interrogantes sobre sus escrúpulos a la hora de elegir aliado, pero también envía a la sociedad un mensaje contradictorio respecto a sus intenciones de gobernar en solitario.

Ésa era, al menos en teoría, su meta aspiracional, cifrada en una masa crítica aproximada de 150 escaños. Para alcanzarla es preciso, por un lado, recoger votos procedentes de socialistas desencantados, y por el otro captar por su derecha el sufragio ‘útil’ de quienes suelen sumarse al carro mayoritario por sentido práctico. Ambos caudales pueden quedar cegados o reducidos si ese electorado potencial no percibe que se trata de partidos distintos y llega a la conclusión de que vote a quien vote da lo mismo porque ambos van a confluir de todas maneras al final del camino. Los izquierdistas descontentos con el sanchismo sentirán la tentación abstencionista y los radicales de derecha, la de seguir su instinto de someter al PP a un fuerte marcaje político. En los dos supuestos existe el riesgo de que los cocientes de la ley D’Hont apliquen una corrección a la baja de efectos determinantes en la consecución del objetivo.

A menos que Feijóo, gallego al fin y al cabo, sacrifique ahora alguna pieza para dejar en el aire un cierto halo de ambigüedad estratégica, a Abascal se le ha puesto cara de vicepresidente tras el compromiso-relámpago de Valencia. El argumento de la autonomía territorial de sus candidatos no cuela porque plazas de esa importancia sólo se negocian con el visto bueno de la calle Génova. Así que lo que queda es la sensación de que la alianza parlamentaria a escala nacional está hecha si cuadran las cuentas, y que con el viento a favor en las encuestas la dirección popular ya no teme la campaña adversa de la izquierda. Bien está: prejuicios fuera. La suerte está echada y las cartas sobre la mesa. Pero cuando se toman decisiones de esta clase hay que asumir la responsabilidad de las consecuencias.