La experiencia vasca indica que, pasada la efervescencia inicial, el nacionalismo institucional pierde fuerza cuando se radicaliza, y no es previsible que Artur Mas vaya a arriesgar por ese lado el poder alcanzado. La victoria de Mas ha fraguado en el último periodo, con la crisis económica de fondo, pero seguramente germinó en la sensación de desconcierto del electorado socialista.
Lo que ha llegado a su fin el 28 de noviembre no ha sido solo el gobierno de Montilla sino la política desplegada por los socialistas catalanes en la última década. Ahora se encuentran sin estrategia alternativa (por ejemplo, para las municipales) y preguntándose por los motivos de su fracaso.
Esa política consistía básicamente en una técnica para alcanzar el poder (pactar con el nacionalismo de izquierda para superar al nacionalismo tradicional de Pujol), pero se presentaba con aires más trascendentes: crear las bases para una relación más amable con España, acabar con la tradicional estructura radial (centralista) de las infraestructuras, propiciar una mayor participación catalana en la política española, impulsar un desarrollo federal del Estado autonómico. Pero también: crear un cortafuegos frente a la «aventura soberanista» de Artur Mas, e integrar definitivamente, haciéndole compartir responsabilidades de gobierno, al independentismo pacífico de ERC.
La estrategia resultó eficaz para que el PSC gobernara (en coalición) durante siete años, pero no para alcanzar esos objetivos. No hubo desarrollo federal sino ruptura del consenso autonómico a causa de un proyecto de nuevo Estatuto que avanzaba en sentido contrario a la lógica del federalismo; las relaciones entre los catalanes y el resto de los españoles se han deteriorado, y Mas ha ganado las elecciones con la bandera de un sistema fiscal singular que solo podría empeorarlas.
La reacción del sector más catalanista del PSC ha sido buscar culpables fuera de casa: sobre todo, entre quienes no impidieron que el Constitucional recortara el Estatuto. Pero fueron ellos quienes no lo impidieron al plegarse a las exigencias de ERC y la CiU de entonces, despreciando las voces que les alertaban de estar colocándose fuera de la Constitución. Frente a quienes en vísperas del 28-N reconocieron implícitamente el fracaso de una política que hizo invisible cualquier componente socialdemócrata, sostienen que fue insuficiente y proponen taza y media: escenificar su independencia respecto al PSOE formando grupo separado en el Congreso.
El efecto de una operación de ese tipo sería muy malo para el PSOE y definitivo para que el PSC no levantara cabeza en otros diez años. Refleja el prejuicio, ajeno a la tradición catalanista democrática, de que la defensa de los intereses catalanes pasa por ignorar los de los demás españoles. Algo que no comparte el electorado: en los diez últimos años el PSC ha venido perdiendo votos en cada sucesiva elección autonómica, mientras que los ha ganado en las generales (522.000); con el detalle no menor de que en ellas la participación ha sido 11 puntos mayor.
Esos sectores advirtieron tras la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto que un efecto de ella sería el crecimiento exponencial del independentismo. Los resultados no acaban de confirmarlo. Por una parte, el independentismo explícito se ha fragmentado y perdido escaños (de 23 en 2003 a 14) y votos (de 545.000 a 360.000). Pero es cierto que un sector del electorado de CiU se considera ahora soberanista y dice en las encuestas que votaría por la independencia si tuviera ocasión. Ello explicaría el crecimiento del sentimiento independentista hasta el 25% de la población, cinco puntos más que en los años 90. Pero la experiencia vasca indica que, pasada la efervescencia inicial, el nacionalismo institucional pierde fuerza cuando se radicaliza, y no es previsible que Artur Mas vaya a arriesgar por ese lado el poder alcanzado.
La victoria de Mas ha fraguado en el último periodo, con la crisis económica de fondo, pero seguramente germinó desde mucho antes: en la sensación de desconcierto (o de irritación) del electorado socialista ante actitudes que proyectaban una imagen en la que no se reconocía.
Por ejemplo, la del encuentro del socio de Maragall, Carod Rovira, con los jefes de ETA años después de haberles exigido que se abstuvieran de atentar en Cataluña; o su actitud despectiva ante la candidatura olímpica de Madrid, y su autocrítica posterior por haber «dicho en voz alta lo que muchos catalanes piensan»; la activación de una ley que permite multar a los comerciantes que rotulen sus establecimientos solo en castellano; o el intento de cambiar todas las matrículas de vehículos de España para que incluyeran el distintivo de cada comunidad; la retirada por Maragall de su acusación del 3% en comisiones ilegales ante la amenaza de Mas de retirar a su vez el apoyo dado a la reforma del Estatut; los informes, pagados a precio de oro, sobre la almeja brillante o contra el juguete sexista.
Tal vez deberían empezar por ahí los dirigentes socialistas catalanes que se han comprometido a impulsar una reflexión a fondo sobre las causas de su derrota.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 9/12/2010