Javier Zarzalejos-El Correo
Cuanto más ardan las calles de Cataluña, más intensos serán los llamamientos a un diálogo y más legitimada quedará la violencia como la vía para que «las partes» se sienten a negociar
Los catalanes -y sí, también todos los españoles- tienen todas las razones para estar seriamente preocupados por la violencia que ha emergido con tanta intensidad en Cataluña en los últimos días. Pero entre todas estas estas razones hay una que destaca y es la extraordinaria fuerza adictiva que ejerce la violencia en quienes la protagonizan y en los que creen beneficiarse de ella. La violencia, bien lo sabemos, tiende a adquirir vida propia, desvinculándose de toda relación «medial», como diría el Tribunal Supremo, con los objetivos políticos que dice perseguir. De ahí que, aunque se suela creer que hay objetivos políticos que se benefician de la violencia, eso puede ser tan cierto como que es la violencia la que se beneficia de los objetivos políticos en cuyo nombre se practica. La prueba de que ETA existía era que mataba. ETA existía porque mataba en nombre de la independencia del País Vasco y por eso insistía en definirse como una organización política que utilizaba medios ‘militares’.
La verdad era la contraria: una organización terrorista que recurría a coartadas políticas para intentar legitimarse. Porque, entre las condiciones de la violencia, la legitimación es un factor esencial, en primer término, para la imagen que los violentos se quieren hacer de sí mismos como luchadores, gudaris, héroes o juventud comprometida, lo que les diferencia ante ellos mismos y ante los suyos de otros tipos de delincuentes, como tironeros, atracadores, maltratadores, estafadores, o incendiarios de bosques por poner algunos ejemplos. Legitimación es lo que viene dando a paladas el Gobierno de la Generalidad de Cataluña a los incendiarios y agresores encuadrados en los CDR, que se han apoderado de las calles de las capitales catalanas.
La legitimación es, a su vez, condición para la equiparación entre la violencia callejera y la coacción que legalmente ejerce el poder público en defensa del orden público y los derechos de los ciudadanos. De la equiparación se pasa fácilmente a la equidistancia entre «las partes». La equidistancia tenía una expresión acabada en el editorial del pasado miércoles del primer periódico de Cataluña que abogando por el diálogo -otro clásico- constataba que éste, «por desgracia, ninguna de las partes parece dispuesta a implementar de inmediato». Porque la apelación al diálogo -entendido en esta clave descomprometida e impostada- es un elemento crucial para que la violencia se relativice como mero síntoma de un presunto problema, siempre insondable, y no como mal en sí mismo, absolutamente inaceptable en una sociedad democrática.
Cuanta más violencia se produce, más fuertes y sentidas parecen las apelaciones al diálogo. Que ardan las calles de Barcelona es, según esto, la evidencia más apremiante para el diálogo, de lo que se sigue que cuantos más incendios haya, más fuerza tendrán esos llamamientos y la violencia misma quedará reivindicada como el camino para que sienten en la mesa «las partes». Esta es la lógica perversa pero real de la estrategia de los violentos.
Si hay que dialogar es porque el problema es «complejo». Proclamar la «complejidad» del problema es un ingrediente que no debe faltar en el escenario en el que la violencia adquiere legitimación. Primero, porque la complejidad hace que el ‘problema’ sólo sea accesible para un grupo de iniciados que presume de contar con las claves que lo explican. Pero también porque la violencia pierde su intensidad y el reproche social que merece si se introduce en el laberinto de la complejidad, la violencia pierde intensidad y atenúa el reproches social que merece. De modo que cuando alguien pregunta por qué queman mobiliario urbano, paralizan el segundo aeropuerto de España y agreden a las fuerzas de seguridad siempre se puede iniciar la respuesta con aquello de que «es que el problema es muy complejo». Eso se llama ‘contextualizar’.
Tampoco hay que olvidar que la violencia grupal es para quienes la practican y la jalean un gratificante sustitutivo de la cobardía individual. El presidente de la Generalidad, Quim Torra, es un magnífico caso de lo que podríamos denominar un valiente por sustitución. Anima a los CDR a «apretar», elogia lo que él llama «compromiso», se recrea en la visión de las calles de Barcelona ardiendo y del aeropuerto de El Prat ocupado, mientras él se pone a cubierto de las consecuencias legales de estas conductas. Pero no solamente la violencia callejera hace pasar por personalidades épicas a gentes humana y políticamente diminutas, sino que encubre la mentira que está presente en el proceso independentista desde su origen.
Esa mentira que el Tribunal Supremo retrata en la sentencia y que los acusados confesaron en sus declaraciones. La mentira de los que hacían creer a sus seguidores que la república les aguardaba encuentra en la violencia su forma de ser olvidada. En ese sentido, la sentencia del Supremo es un alegato que llena de vergüenza al independentismo y hace de sus líderes una caricatura ridícula retratándolos como un grupo de mentirosos que, bajo la retórica inflamada de aquellos días, escondían su cobardía a la hora de llevar acabo lo que habían prometido que harían. En todo caso, si la cosa se pone muy fea, Torra ha aplicado la receta tradicional. Condena la violencia de aquella manera, pero no a los violentos y, siguiendo el ilustre precedente que en su día estableció el difunto Xabier Arzalluz, atribuye a «infiltrados y provocadores» -no hace falta decir que agentes del Estado- el caos que tanto parece fascinarle.