Mikel Buesa-Libremercado.com

  • El mundo de Sánchez es plano, corto de alcance y severamente sesgado por los compromisos políticos sobre los que se sustenta.

Araíz de la pandemia del coronavirus, una vez pasadas las primeras oleadas del contagio, la economía mundial experimentó un trastocamiento considerable. Con el inicio de la recuperación post-covid, el comercio mundial colapsó, los precios de los fletes experimentaron alzas notorias, lo mismo que el alquiler de contenedores, la demanda de algunos bienes industriales –singularmente los semiconductores– no pudo satisfacerse y ello derivó en severas rupturas de las cadenas internacionales de suministro. A su vez, el aumento de la demanda de combustibles indujo un alza de los precios del gas natural y del petróleo, que se multiplicaron a lo largo del año 2021, con el consiguiente empobrecimiento de los países consumidores, entre ellos España, dependientes del exterior para su abastecimiento. Esto tuvo efectos indirectos sobre el precio de la electricidad, que quedó vinculado al del gas al operar el sistema marginalista europeo para su determinación; y desde ahí se fue trasladando hacia el resto de las economías, desencadenándose un proceso inflacionista que confundió a los gestores de la política económica, quienes equivocadamente lo consideraron un fenómeno transitorio y de corto plazo, sin reparar en los estragos que podría llegar a ocasionar.

Y luego vino la guerra. La invasión de Ucrania por Rusia, inadmisible para los países del eje atlántico, acentuó la configuración negativa de la coyuntura económica, no sólo por los problemas de suministro que planteó en los mercados energético, agrario e industrial –pues Rusia y Ucrania son uno de los principales suministradores de gas, hidrocarburos, cereales y metales–, sino por el paquete de sanciones que tanto Estados Unidos como Gran Bretaña y la Unión Europea se vieron impelidos a arbitrar para tratar de frenar –infructuosamente, de momento– al Gobierno ruso.

Pero la guerra no sólo realzó los problemas de suministro con su imponente reflejo inflacionista, sino que también evidenció la fragilidad del vigente modelo de relaciones económicas entre los países del mundo, basado en una globalización que se creía bien asentada sobre el derecho y los acuerdos internacionales, pero que quebró ante el empuje bélico de Rusia y el descompromiso de una China crecientemente volcada en su desarrollo interior. En la Unión Europea, este reflujo de la globalización se evidenció en la Declaración de Versalles, en la que los jefes de Estado o de Gobierno plasmaron todo un programa de cambio para el futuro inmediato, basado en una reducción de las dependencias exteriores y en un afianzamiento de las capacidades internas para dar continuidad y solidez al crecimiento económico.

El 28 de marzo, después de varias semanas de indecisión pese al acelerado deterioro económico interno, Pedro Sánchez anunció un paquete de medidas por valor de 16.000 millones de euros que al día siguiente se plasmaría en el real decreto ley 6/2022, que contenía su Plan de respuesta a las consecuencias de la guerra en Ucrania. Un plan que me propongo examinar con cierto detenimiento en esta serie de artículos y que refleja de un modo nítido tanto las rémoras ideológicas del Gobierno como su concepción sobre la situación actual de la economía española.

Ésta es, sin duda, meramente coyuntural. Para Sánchez y su Gobierno, la inflación y los problemas de suministro constituyen obstáculos en el corto plazo para una economía en pleno proceso de recuperación tras la crisis post-covid. Ello fundamentalmente porque, según se señala en el decreto, «España está entre los Estados Miembros de la Unión Europea menos expuestos a los efectos directos de la invasión de Ucrania», debido a la «diversificación de las fuentes de suministro de gas» y a la modestia de la «relación con Rusia». Y de ahí que el paquete de medidas del Plan –cuyo monto, por cierto, no es de 16.000 sino de 15.635 millones de euros, según lo publicado— se circunscriba a «limitar los costes económicos y sociales de la distorsión de naturaleza geopolítica en el precio del gas, atajar el proceso inflacionista y facilitar la adaptación de la economía a esta situación de naturaleza temporal«. Subrayo este aspecto porque todo o casi todo en esta norma que se extiende sobre 160 páginas del Boletín Oficial del Estado está concebido para actuar durante uno o dos trimestres, o como mucho hasta finales de año, tal como tendremos ocasión de ver en las sucesivas entregas de mi análisis.

El cortoplacismo es manifiesto en prácticamente todo el planteamiento de las ayudas que se desgranan en el decreto y en una parte sustancial de su contenido regulador –que es mucho–. Pero, dejémoslo claro desde el principio, no en todo; y singularmente en lo referente al sector energético, donde el vuelo es de más largo alcance, eso sí, profundizando en la apuesta por las fuentes renovables –curiosamente a partir de una relajación de sus exigencias medioambientales– y descartando cualquier otra posibilidad. Y nada más allá: ninguna reforma estructural, ninguna apuesta por el desarrollo industrial interior, ninguna mención a las posibilidades que para el cambio hacia la electrificación y la transición digital ofrece la riqueza minera de España, en tanto que proveedora de los metales sobre los que sustentan sus tecnologías, ninguna adaptación al reto geopolítico que la Unión Europea ha sabido ver tempranamente en Versalles, tal como antes he señalado. El mundo de Sánchez es plano, corto de alcance y severamente sesgado por los compromisos políticos sobre los que se sustenta y de los que depende crucialmente para que a finales de abril su decreto pueda ser convalidado en el Congreso de los Diputados.

Las consecuencias económicas de la guerra y la política económica de Pedro Sánchez (2)

  • Ni el propio Gobierno confía en la efectividad de su política dentro de los plazos previstos.

El paquete de medidas económicas aprobado por el Gobierno contiene dos tipos de actuaciones: por un lado, las ayudas a empresas y trabajadores autónomos, o a particulares –entre las que hay que distinguir entre las que tienen un coste fiscal y, por tanto, implican una transferencia de recursos a sus beneficiarios y las que no cumplen con este requisito–, y por otro, los cambios regulatorios que afectan a distintos sectores o grupos de ciudadanos. Para las primeras, Pedro Sánchez anunció un valor de 16.000 millones de euros, aunque haya que matizar que de esa cifra sólo 6.000 millones pueden incrementar la renta de sus perceptores, pues los otros 10.000 constituyen avales para créditos bancarios que han de ser devueltos a las entidades que los otorgan en los plazos estipulados con ellas.

En realidad, la cifra de 6.000 millones está inflada, pues la suma de todas las partidas de ayudas directas contempladas en el decreto gubernamental alcanza poco más de 5.635 millones, tal como se recoge en el cuadro final. Debo aclarar que cuatro de las partidas han tenido que ser estimadas por mí, pues el Gobierno no ha proporcionado ningún dato sobre su coste. Se trata de la exención de la tasa de pesca fresca, del incremento de las prestaciones por el Ingreso Mínimo Vital, de la rebaja de la fiscalidad sobre la electricidad y de la bonificación de los carburantes. Curiosamente, en este último caso, tal vez para ocultar el coste de la medida, el Gobierno ha previsto dos créditos extraordinarios de dos mil euros cada uno, aunque con carácter ampliable. El lector notará la desmesurada diferencia que hay entre esta cifra y la de 1.153 millones de euros que he estimado. Añadamos que en dos casos de ayudas menores —la exención del canon del dominio público hidráulico y la atención telefónica a las víctimas de discriminación o delitos de odio— no he podido encontrar ningún dato para aproximar su coste.

Destaquemos también que estas medidas son de muy corto alcance temporal: tres o seis meses en la mayor parte de las partidas, o como máximo hasta final del año en curso. Pero hay excepciones en los casos de la agricultura y la pesca, así como en la subvención a ONG relacionadas con colectivos vulnerables, para los que no se especifica la duración. Está claro por ello que el Gobierno ha buscado un mero tratamiento paliativo sin plantearse cambios estructurales que pudieran corregir a más largo plazo una buena parte de los problemas a los que se enfrenta. Y en ausencia de tales cambios, sin duda, esos problemas podrán volver a reproducirse –como, por cierto, sugirió la ministra de Economía el mismo día de la aprobación del decreto ley al señalar que el Ejecutivo está «dispuesto a adaptar las medidas anunciadas» teniendo en cuenta «las circunstancias geopolíticas, de seguridad, económicas o sociales» derivadas de la guerra–. Está claro que ni el propio Gobierno confía en la efectividad de su política dentro de los plazos previstos por el decreto —plazos que, por otra parte, tienen un componente ficticio, pues al caracterizarse la mayor parte de estas medidas como ayudas de Estado tienen que recibir la autorización de la Comisión Europea antes de ser aplicadas—.

Pero examinemos la distribución de los recursos previstos por el Gobierno. Un 36 por ciento de ellos son rebajas fiscales —la mayor parte de ellas relacionadas con el consumo de energía eléctrica— y el 64 por ciento restante subvenciones o ayudas directas. No es por ello estrictamente correcta la crítica que ha incidido en rechazar el paquete gubernamental por no reducir los impuestos —formulada por el PP—, aunque haya que añadir que la mayor parte de la minoración tributaria —la que tiene que ver con los impuestos que gravan el consumo eléctrico— carece de novedad, pues se trata de una mera prórroga de las medidas que se arbitraron —por cierto, con poca eficacia para frenar la subida de precios— en septiembre de 2021. No obstante, debe añadirse que, cuando proponen rebajar los impuestos, los populares aluden implícitamente al IRPF y, más concretamente, a su deflactación, una medida ésta cuyo coste ha sido estimado por el profesor José Félix Sanz en 4.110 millones de euros —casi 200 por contribuyente—. Aclaremos que este coste es próximo, aunque inferior, al del escudo social que se examina a continuación; y que tal operación sobre el impuesto que grava la renta no afecta a su progresividad, de modo que carece de los efectos redistributivos negativos que sí se constatan para alguna de las medidas del escudo social.

Algo más de tres cuartas partes del paquete de ayudas con coste fiscal está relacionada con lo que, desde el Gobierno, se suele denominar escudo social. Los tres componentes fundamentales son aquí la prórroga de la rebaja fiscal eléctrica ya mencionada, la bonificación de los carburantes y las subvenciones a ONG antes aludidas. A ellos se añaden un exiguo aumento del Ingreso Mínimo Vital y otra no menos reducida dotación del bono social que protege mínimamente a los consumidores vulnerables de gas y electricidad.

A la rebaja fiscal eléctrica ya me he referido señalando su corto impacto sobre los precios del sector —en cuya formación incide fundamentalmente la cotización internacional del gas natural—, por lo que se habría podido prescindir de ella derivando los recursos correspondientes hacia el reforzamiento de las subvenciones a los ciudadanos más tocados por la crisis y la inflación. Eso sí sería un verdadero escudo social alejado de la demagogia con la que el Gobierno ha venido tratando los problemas de la pobreza desde que éstos se acentuaron con ocasión de la epidemia de coronavirus.

Las consecuencias económicas de la guerra y la política económica de Pedro Sánchez (3)

  • El Gobierno, por su fijación en el corto plazo, ha eludido afrontar el cambio estructural que inevitablemente habrá de producirse.

Como puse de relieve en la entrega anterior, sólo una cuarta parte de las ayudas directas arbitradas por el Gobierno se destinan a la parte productiva de la economía. En concreto, a los sectores agrario y pesquero, industrial, energético y del transporte. Este último, tal vez debido a la intensidad de sus reivindicaciones y al éxito de la huelga convocada por la Plataforma Nacional para la Defensa del Transporte en las semanas previas a la aprobación del decreto ley, es el que obtiene la cifra más abultada. En total, 470,6 millones de euros, de los que más del 95% corresponden a las subvenciones por vehículo a las que pueden aspirar las empresas y autónomos que operan en las carreteras. Estos subsidios —cuyo máximo por perceptor se establece en 400.000 euros— se justifican por la elevación del precio de los carburantes, por lo que son redundantes con respecto a la bonificación de estos últimos establecida con generalidad dentro del escudo social. Además, los autónomos pueden percibir una subvención adicional de hasta 150.000 euros por abandonar la actividad, lo que añade otros 10,3 millones al sector.

Mucho menos relieve adquieren las ayudas aprobadas para otros subsectores del transporte, también justificadas por la elevación de los costes energéticos, como son la bonificación de un 80% las tasas portuarias en las líneas marítimas que conectan la península con los puertos insulares y de Ceuta y Melilla —cuyo coste fiscal se estima en 5,5 millones de euros—, así como las ayudas a las empresas privadas ferroviarias, consistentes en una subvención por locomotora de tracción diésel con un máximo de 400.000 euros por perceptor o bien en una rebaja del precio que ADIF carga a la tracción eléctrica —para todo lo cual se prevén 4,82 millones—. En ambos casos no se han planteado demandas públicas reivindicativas.

Todo lo contrario que en los sectores industriales que han logrado colar sus demandas de rebaja de costes energéticos en el decreto ley. Me refiero a las industrias electrointensivas —sector que agrupa a empresas siderúrgicas, metalúrgicas, químicas y de gases industriales—, que en diciembre de 2021 publicaron un manifiesto al respecto y en marzo de 2022 amagaron con paralizaciones de la producción y con poner en marcha ERTE e incluso deslocalizaciones. Lo mismo puede decirse, aunque con menor énfasis, con respecto a las industrias intensivas en gas, que también en diciembre reclamaron «medidas urgentes y excepcionales» e iniciaron una campaña de presión sobre el Ministerio de Transición Ecológica. En total, para ambos tipos de industrias se arbitran ayudas por valor de 350 millones de euros, de los que casi dos tercios corresponden a una reducción del 80% en los peajes de acceso a redes eléctricas y el tercio restante, a subvenciones por consumo de gas. Si a esto se suman los 65 millones de compensaciones por derechos de emisión de gases de efecto invernadero —que en su mayor parte se adquieren por estos sectores— y unas ayudas adicionales de 73,6 millones para compensar los cargos en la factura eléctrica destinados a la financiación de los productores de energías renovables —que se aprobaron el 8 de abril, con posterioridad al decreto ley—, las industrias intensivas en el empleo de electricidad y gas van a recibir 488,6 millones de euros. Esta cifra equivale a la décima parte de la factura de ambas materias primas energéticas en 2019, pero a los precios actuales su incidencia puede que no suba del tres por ciento. La valoración que ha hecho de ella el Gobierno ha sido extraordinariamente positiva, como revelan unas declaraciones de la ministra Reyes Maroto en las que señalaba: «Estas ayudas muestran el compromiso del Gobierno con los sectores industriales de gran consumo energético en un momento difícil motivado por la guerra injusta de Putin». Sin embargo, Fernando Soto, director general de la asociación de empresas con gran consumo de energía, ha sido más escéptico en un artículo publicado por El Economista en el que, aun valorándolas positivamente, señala que sus asociados estén a la espera de una medida de mayor calado «que reduzca de forma importante el precio del mercado eléctrico».