TOMÁS DE LA QUADRA-SALCEDO-EL PAÍS

  • Los principios de cada juez no pueden ser el único criterio de sus resoluciones ni sustituir la búsqueda objetiva de la dimensión ética más plausible que subyace en la Constitución y las leyes

Para algunos, los magistrados aplican la Constitución, las leyes y el derecho dejando sus convicciones personales a las puertas del tribunal. Los magistrados serían “bocas mudas que pronuncian las palabras de la ley”, en términos que acuñara Montesquieu, primer teórico de la separación de poderes, aunque, como buen conocedor de la realidad de la justicia de su tiempo, lo que hacía no era describir lo que los jueces hacían, sino prescribir lo que los magistrados debían hacer, bien consciente de que no era siempre lo que, en realidad, hacían.

Ni lo hacían ni lo hacen en nuestros días, pero no por algún defecto suyo, sino porque —por más que la Constitución y las leyes acoten y limiten lo que las personas pueden hacer y los jueces sentenciar— es el ordenamiento jurídico en conjunto (Constitución incluida) el que, más allá de eventuales errores o deficiencias, ni puede predeterminar exhaustivamente todos los detalles de la conducta humana, ni dejar de referirse, apoyarse e invocar derechos fundamentales, valores y bienes relevantes en una sociedad democrática, pero llamados en ocasiones a entrar en tensión o contradicción entre ellos. Y en esas tensiones y contradicciones está el origen del furtivo papel de las convicciones morales personales de los magistrados.

Ronald Dworkin, prestigioso jurista estadounidense, escribió (1996) un conocido libro subtitulado, deliberada y provocativamente, La lectura moral de la Constitución Norteamericana, destacando la inevitable relevancia que tienen las personales convicciones morales, religiosas o ideológicas (a las tres nos referimos aquí siempre bajo la conjunta expresión de convicciones morales) de magistrados y juristas al analizar y aplicar la Constitución y el derecho en general. Provocativo por asociar moral y Constitución criticando a los positivistas radicales por olvidar tal dimensión moral, aunque estos la tenían bien presente y también los problemas de analizarla con el criterio binario de verdadero o falso —sin objetivismo moral mínimo— con peligro de que el derecho positivo (el aprobado por el pueblo) pudiera modificarse por interpretaciones subjetivistas basadas en esa dimensión moral.

Dworkin dejó claro para siempre la influencia de los valores y principios morales, que con frecuencia se hallan en tensión entre ellos y admiten a veces varias lecturas según los contextos; de ahí que puedan acabar siendo alterados —incluso de buena fe— y sustituidos por las personales y subjetivas convicciones morales de los magistrados en los casos concretos que resuelven, lo que no ocurre siempre, pero sí con frecuencia.

En España constantemente se enfrentan con esa cuestión todos los tribunales, desde el Constitucional hasta el Supremo por no mencionar sino los más altos. Ejemplo de ello ofrece la sentencia del Tribunal Constitucional 19/2023 de 22 de marzo de 2023 (STC 19/23) sobre la ley orgánica 3/2021 de la eutanasia, reconociendo la constitucionalidad de la ley —con dos votos particulares en contra—, que podría haber sido distinta de haberse dictado un año antes con otra composición del tribunal. Eso solo demuestra cómo los cambios de composición del tribunal y, con ello, de las distintas convicciones morales, ideológicas y religiosas de sus integrantes, suelen influir en la decisión final, sin que ello deslegitime sus sentencias.

La cuestión, entonces, es determinar si esas convicciones personales han sido el único criterio de la decisión de la mayoría —lo que sería rechazable— o si, por el contrario, tal mayoría, sin prescindir de sus convicciones, ha buscado y basado su decisión sobre la constitucionalidad de la ley argumentando lealmente su ajuste a los derechos fundamentales, principios y valores que se recogen en nuestra Constitución interpretados todos en su integridad, atendiendo a la realidad social de nuestro tiempo.

La cuestión central a dilucidar sobre la eutanasia consistía en establecer si el reconocimiento de la decisión de poner fin a la propia vida (en contextos eutanásicos de enfermedad o padecimientos graves e incurables con sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece y sin posibilidad de curación) y la ayuda a tal fin es solo una posibilidad que el legislador puede permitir hoy y, también, negar mañana en función del pluralismo político tras cada elección o, por el contrario, es un derecho fundamental de la persona en esos contextos eutanásicos, basado tanto en el derecho a la integridad física y moral como en el derecho a la libertad personal, interpretados a la luz de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de la personalidad que la Constitución reconoce como origen de los derechos, del orden político y de la paz social.

Siendo la eutanasia un derecho fundamental a la integridad física y moral y a la libertad en tales contextos, como sostiene la STC 19/23, ningún legislador futuro podrá desconocerlo. La sentencia es acertada porque, más allá de las convicciones morales de la mayoría, argumenta convincente y lealmente sobre su ajuste al contenido moral de la Constitución de un Estado no confesional

La carga moral del tema de la eutanasia podía hacer creer que la influencia de las convicciones morales es excepcional y limitada a pocas sentencias, lo que es un error gravísimo, pues podrían citarse cientos de casos en que esas convicciones han sido decisivas.

Sin ir más lejos, la STC 148/2021 de 14 de julio sobre el estado de alarma, declaró —por un voto de diferencia— que el confinamiento por la covid (generalizado en todos los países) supuso una privación de libertad contraria a la Constitución y no una restricción legítima, como afirma el artículo 2 del Protocolo 4 al Convenio de Roma de 1950. Esa sentencia responde a una convicción moral de la libertad como algo irrestricto que no admite restricciones por razones de salud. Todo ello muestra, en mi opinión, cómo magistrados competentes e independientes no siempre pueden evitar —pese a la oposición de otros cinco— que sean sus personales convicciones morales (reflejo de similares convicciones de tono “libertario” difundidas en la época por algunos medios y líderes políticos) las que determinen su decisión creyendo, sinceramente sin duda, que interpretan el sentir de la Constitución, aun separándose de la convicción general de los tribunales constitucionales europeos y del Tribunal de Estrasburgo de que el confinamiento fue una restricción legítima.

En EE UU, Neil Gorsuch —el más extremista de los magistrados del Supremo nombrados por Trump— coincidía con la postura de nuestro tribunal cuando declaró en una conferencia en mayo pasado, con escándalo de expertos y de la prensa liberal más acreditada, que los confinamientos de la covid fueron la más grave violación de los derechos civiles de toda la historia americana al impedir la libertad de circulación (con olvido de las discriminaciones de afroamericanos hasta Johnson).

Esa influencia de las convicciones morales personales no ocurre solo en el nivel del Tribunal Constitucional, sino que se produce en todos los niveles y en todas las jurisdicciones (incluida la penal), siendo particularmente relevante el Tribunal Supremo por sentar doctrina que complementa el ordenamiento jurídico.

La cuestión es cómo impedir que las convicciones morales singulares de cada magistrado prevalezcan y sustituyan la búsqueda conjunta, objetiva y sincera por todos ellos de la dimensión moral más plausible que subyace bajo la Constitución y las leyes.

Lo indispensable para impedirlo es no engañarnos y empezar por reconocer el riesgo de esa sustitución en cuestiones morales conflictivas y zonas fronterizas sin referente objetivo que discierna lo verdadero y lo falso. A partir de ahí, centrarse en lo esencial para evitar esa sustitución: que la selección de quienes integren los tribunales garantice la presencia proporcional entre los designados de las distintas convicciones morales existentes en la sociedad en cada momento. De esa forma, al argumentar y decidir, todos serán conscientes de su diversidad de posiciones y de su obligación de encontrar el significado más ajustado a una Constitución no confesional y a la realidad social del tiempo.