JOSEBA ARREGI, EL MUNDO 29/01/13
· El autor sostiene que el problema radica en la actitud acaparadora de los partidos.
· Considera que subsiste una cultura de la sumisión que destruye la crítica interna.
El plural en el que va la palabra corrupción en el título necesita una explicación. No se trata de un plural geográfico, como si se refiriera a la corrupción catalana, o a la gallega, o a la valenciana, o a la andaluza o madrileña. Todas ellas, y más, existen. Pero el título no se refiere a eso. Tampoco se refiere a la corrupción de los distintos partidos políticos: CDC, UDC, PP, PSOE, con el añadido de que quien esté libre de pecado lance la primera piedra. El plural del título se refiere a que existen en España distintas formas de corrupción, y que sería malo que la corrupción que nos ocupa en los últimos tiempos terminara haciéndonos creer que es la única que existe en España. Es verdad que el interés mediático y la gravedad -especialmente en momentos de crisis económica como los actuales- nos llevan a fijarnos sólo en una. Pero siendo muy grave lo que estamos conociendo y ya hemos conocido, mal haríamos si no fuéramos capaces de ver, analizar y valorar las demás formas de corrupción.
El que existan personas que se enriquecen gracias a las conexiones políticas en unos casos, gracias a los puestos que ocupan en otros, es lamentable, vergonzoso, condenable y además peligroso para el sistema democrático. Máxime cuando los responsables políticos están reclamando sacrificios muy grandes a la ciudadanía. Lo que han dicho en estos días el presidente del Gobierno y la secretaria general del PP, que actúe la Justicia y que cada palo aguante su vela -es decir: que no va a haber ninguna influencia política para tratar de desvirtuar la acción de los tribunales- debe hacerse realidad, y cuanto antes.
Muchas veces, sin embargo, la corrupción no está ligada, en primer lugar y sobre todo, al enriquecimiento personal, sino a la financiación de los partidos políticos. Esta realidad, tremendamente difícil de erradicar y que no es específica del sistema español, aunque parezca menos mediática y menos escandalosa que la otra, es más estructural, y por ello más peligrosa para el sistema democrático.
Los partidos políticos tienen una función constitucional, pero la deben llevar a cabo cumpliendo con todos los requisitos de la legalidad. En caso de incumplimiento no se trata sólo de una falta ética, de una ilegalidad, sino de un daño al sistema democrático, porque los partidos que más incumplen la legalidad se proporcionan a sí mismos una ventaja competitiva respecto de sus rivales que distorsiona la representatividad de la democracia a cuyo servicio los coloca la Constitución.
La financiación ilegal de las organizaciones políticas no depende sólo de las comisiones cobradas por adjudicaciones públicas, sino de la capacidad que tenga un partido para colocar a personas en la Administración, de forma que éste pueda aligerar así sus cuentas. Con esta práctica los partidos también distorsionan la representatividad democrática, pues pueden llevar a cabo más acciones, pueden extender mejor su mensaje, pueden activar entornos de votantes que otros partidos no pueden lograr en la misma medida.
Una de las más graves corrupciones del sistema democrático proviene de la tendencia de los partidos a acaparar las posiciones decisorias y representativas de organizaciones de la sociedad civil. En España existe una tendencia enorme a que todo lo que se mueva en la sociedad civil termine controlado por alguna organización política. Sea en el mundo de las asociaciones culturales, las deportivas, las económicas, las fundaciones, los movimientos sociales, las entidades de todo tipo… la realidad es que personas al servicio de los partidos políticos caen como aves rapaces sobre ellas destrozando el tejido que constituye la sociedad civil, que es la condición indispensable para que la democracia pueda respirar y para que exista una fuerza que equilibre la partitocracia. Sin este equilibrio, el sistema democrático sufre sobremanera.
Esta tendencia a ocuparlo todo es aún más grave en el caso de instituciones vitales para el funcionamiento del sistema democrático como pueden ser el Consejo General del Poder Judicial, los diferentes organismos reguladores, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas y otras muchas instituciones. Su ocupación premeditada y desvergonzada por parte de los partidos políticos daña en su propio meollo al sistema democrático. Y no se ve por ninguna parte que los partidos estén dispuestos a enmendar su actuación en estos campos. Pero la legitimidad del sistema democrático depende de la percepción de la ciudadanía de que existen órganos que actúan con independencia de los intereses partidistas.
Otra forma de corrupción, en mi opinión una de las peores, es lo que se podría denominar la corrupción mental de la mayoría de políticos. La política se ha convertido en una profesión para muchos políticos, no es un período de servicio al bien común, sino un modo de vida. Para que sea un modo de vida a largo plazo es preciso estar a buenas con quienes tienen el poder de asegurar un puesto en listas, un cargo, no en una única ocasión, sino una y otra vez, en distintos cargos, en distintas listas. Para ello lo mejor es no pensar algo que pueda molestar a quien tiene el poder de decidir sobre la carrera política de uno, porque si se piensa, se corre el riesgo de terminar diciéndolo, y entonces alguien se puede enfadar, y la carrera, la profesión, el modo de vida corren peligro.
Este sistema esteriliza el pensamiento de los partidos, sobre todo si los políticos que dependen de la carrera profesional en política no tienen profesión de la que hayan vivido honestamente antes de entrar en ella, y a la que pueden volver después de dejar la tarea política, algo que sería de desear. Quienes dependen de la política para poder vivir se encuentran obligados a sobrevivir en ella, y para ese propósito la libertad de pensamiento, la capacidad crítica, la apertura a nuevas ideas puede resultar ser el mayor enemigo.
Pero esa mentalidad de sumisión a la corriente general que impera dentro de la organización mata la cultura crítica y de libertad que requiere la democracia. Porque si bien los partidos cumplen una función bien definida en la Constitución al servicio de la democracia representativa, la obligación que deben cumplir es la de la democracia interna, y no existe democracia interna sin libertad.
Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa.
JOSEBA ARREGI, EL MUNDO 29/01/13