Ignacio Camacho-ABC
Las autoridades catalanas, con el beneplácito del Gobierno, se han limpiado en las cortinas del Tribunal Supremo
El artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, que instrumenta el principio de flexibilidad, requiere una aplicación individual ligada a un programa específico de tratamiento, es decir, a un proyecto sin el cual no se pueda cumplir el fin perseguido con la medida propuesta. Y esto es así porque, como toda la legislación penal española, se inspira en el concepto de la reinserción y la resocialización del reo y por tanto no se trata de un simple alivio de condena a través de una fórmula rutinaria, sino de una medida excepcional y personalizada, que pierde su sentido cuando se aplica de manera general y automática.
Y eso es exactamente lo que ha ocurrido con los presos del procès: que la Generalitat los
ha puesto en semilibertad de forma conjunta y simultánea mediante una interpretación del citado artículo meramente mecánica, que da por buenas ofertas de trabajo de muy dudosa utilidad, cuando no de una artificiosidad clara, y admite con sospechosa benevolencia los requisitos que la jurisprudencia viene exigiendo de forma consolidada. En otras palabras, bordeando, si no transgrediendo, el fraude de ley con todas las trazas.
No es que sea un escándalo, aunque debería serlo si la capacidad de asombro y de resignación de la sociedad española no hubiese ya tocado techo: es que es un verdadero cachondeo. Las autoridades independentistas catalanas, con el beneplácito del Gobierno, se han pasado la sentencia por la entrepierna y se han limpiado en las cortinas del Tribunal Supremo, que por cierto las dejó a su alcance cuando rechazó exigir el cumplimiento de la mitad de la condena como plazo mínimo para el régimen abierto. Estaba cantado: primero permitieron que Junqueras y sus compañeros montasen en Lledoners un consultorio de visitas por el que ha pasado más gente que por una estación de metro; incluso se ha negociado allí la investidura de Sánchez y tal vez los presupuestos. Y ahora se inventan este tercer grado encubierto que la propia Fiscalía considera una modalidad de quebrantamiento. Todo ello mientras el Ministerio de Justicia peina la reforma legal que absolverá retroactivamente el golpe y dejará el delito de sedición en un juego. Qué pena de los quinientos folios de Marchena, qué inutilidad de esfuerzo, qué desperdicio de talento procesal, qué lastimosa pérdida de tiempo. Qué dolor, como decía Alberti, de tinta que ha de borrar el agua, de papeles que ha de barrer el viento.
Esto es el sanchismo: una estrategia de cambio del marco normativo por medio de métodos subrepticios, del abuso de poder y de los márgenes casuísticos. La caricatura perversa de aquel tránsito «de la ley a la ley» de Torcuato, la ruptura de la seguridad jurídica a cencerros tapados. La conformación a base de hechos consumados de un nuevo orden de corte autocrático. La deconstrucción silenciosa, taimada, de la arquitectura del sistema y del Estado.