IGNACIO CAMACHO-ABC

Un mal día, los del MWC se cansarán del mal rollo y se largarán a otro lado. Y los nacionalistas culparán al Estado

CUANDO Barcelona se quede sin el Mobile World Congress, que se acabará marchando más pronto que tarde, los independentistas le echarán la culpa al Estado. Ya lo hicieron cuando patinó la candidatura de la Agencia Europea del Medicamento, que el Gobierno defendía en vano en Bruselas mientras Puigdemont se paseaba por allí poniendo a España a caldo. Por alguna razón difícil de explicar existe entre el nacionalismo y el populismo una extraña fijación con el MWC, congreso de extraordinaria importancia económica al que no dejan de poner obstáculos: desde las dudas de Ada Colau, a la que tanta exhibición de poderío capitalista le resulta un asunto antipático, al empeño soberanista por utilizar la ocasión como caja de resonancia para montar escándalo. Están jugando con las cosas de comer y les puede costar caro. Un mal día, esos magnates de la plutocracia tecnológica se cansarán de la inseguridad política y jurídica y se largarán a otro lado donde sean mejor recibidos y les garanticen buen trato. Pero los separatas, que diría Forges, tienen la excusa siempre a mano: el enemigo español como coartada de sus fracasos. Esta gente se cree de veras que el evento se celebra en la capital catalana porque ellos son más enrollados, más listos, más modernos y más guapos.

Por eso es una gran idea la de montarle un escrache al Rey, plantarlo institucionalmente en la inauguración y recibirlo en la calle a cacerolazos. Ese clima social enrarecido es justo lo que más agrada a unos tipos que se gastan un pastón para venir a presentar sus juguetes más sofisticados. Les va a encantar que en la prensa mundial salga el alboroto como parte del programa de actos, y que les recuerden que en Barcelona hay un conflicto de independencia mal resuelto y peor planteado. Mientras más esfuerzo hacen por no darse por aludidos, más se empeñan los separatistas en proclamarlo bien alto.

El Rey, por otra parte, ya está acostumbrado. Entre los pitos de la Copa, los desaires en Gerona y la manifestación de agosto, sabe desde hace tiempo que en Cataluña siempre le espera un mal rato. No peor que el de la marcha antiterrorista, cuando Colau le hizo la envolvente para dejarlo a merced de las plataformas nacionalistas en su aquelarre de rechazo. Lo metió en una encerrona física para que sirviese de blanco. Aquello tuvo mucho que ver en el célebre discurso de octubre porque Felipe VI comprobó en carne propia hasta qué punto la deslealtad nacional-populista había sobrepasado cualquier línea de compromiso y hecho imposible todo gesto bienintencionado. Pero de cara al exterior ha aprendido a poner cara de palo, incluso a sonreír para que los del MWC no sientan la tentación –o se la aguanten, porque sentirla la sienten– de empaquetar sus bártulos. Como no tienen sitios más tranquilos dónde ir, ni hay cientos de empresas que ya se han marchado, sólo hace falta recordárselo.