ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Esta respuesta afirmativa suele ser bien recibida por las defensas, porque neutraliza el argumento de que los organizadores del referéndum se sirvieron de la violencia para conseguir sus fines. Es decir, si la Policía siempre cumplió sus objetivos sería porque los manifestantes no opusieron un grado suficiente de violencia. A dónde van los abogados está claro: al grado suficiente de violencia que requiere la rebelión e incluso la sedición. Tengo curiosidad por ver el tipo de interrogatorio que esas mismas defensas practicarán a las víctimas de las porras. Probablemente no tendrán más remedio que tratar de demostrar que la violencia policial fue puramente gratuita. Sádica. Es previsible que las acusaciones se esfuercen en lo contrario, en hacer de la violencia policial una consecuencia lógicamente derivada de la propia violencia de los votantes. La cuestión es que haciendo eso las acusaciones no impugnarán la clave de su relato, esto es, que los hechos de octubre se desarrollaron con deslealtad institucional y violencia civil. Por el contrario, cuando las defensas pretenden demostrar que la Policía, por así decirlo, siempre se abrió paso, se acaban topando con la realidad. Bien: más que con la realidad, con la realidad descrita por los acusados a los que estos abogados representan.
El relato nacionalista sostiene que el 1-O, convocadas por el gobierno de la Generalidad y diversas asociaciones civiles, 2.262.424 personas emitieron su voto. La cifra la dio, precisamente, uno de los que sienta en el banquillo, Jordi Turull, entonces portavoz del Gobierno. Si esas personas votaron, lo hicieron contra la ley, concretamente dispuesta por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, contra el que ya sabemos férreo e implacable dispositivo antireferéndum de los Mossos d’Esquadra, diseñado por el constitucionalísimo mayor Trapero, y contra la temible violencia desencadenada por las fuerzas antidisturbios de Policía y la Guardia Civil. Evidentemente, para superar imponderables de naturaleza semejante, y para vencer al fin, el pueblo catalunyés tuvo que hacer uso de una fuerza equiparable, pasiva o activa, elíjase. De una fuerza suficiente, y esta es la clave, para vencer al Estado, tal como, según el relato nacionalista se le venció. Si estaba prohibido, si actuaron fiscales y jueces, si actuó la Policía, ¿cómo es posible que el referéndum pusiera en marcha la proclamación, primero, de la independencia de Cataluña y, luego, de la mismísima República Catalana? Alguna fuerza coordinada habría sido capaz de romper el orden constitucional ¿no es así, abogados? El 1-O activó una cadena de decisiones insólita en la Europa occidental de posguerra: la proclamación de la independencia de una región y la consecuente adopción de una rara medida constitucional como fue la destitución de un gobierno elegido por los ciudadanos.
Todo ello, evidentemente, no se hizo pidiendo las cosas por favor.
Es verdad que todo este relato puede impugnarse a la manera Ponsatí. A la manera de esa ridícula consejera de Educación del gobierno Puigdemont que el 1-O, como la recordó ayer uno de los guardias, estaba arengando a la multitud y que meses más tarde, prófuga en Escocia, dijo que todo era mentira y que el Proceso no había sido más que un gigantesco farol. Y aún más hay que decir, rebasando a Ponsatí: que el único problema real es que el Estado –¡qué falta de sentido del humor!– se tragó la farsa independentista, y ahora así han de verse: rebeldes con causa.
Pero hay que tener los cojones de Toro Sentado para reconocer que no se está en el banquillo por ser un indio sino por hacer el indio.