Gabriel Albiac-El Debate
  • Distorsionar el diccionario es distorsionar nuestras vidas. La inteligencia jurídica británica restableció anteayer el honor que es para un juez hablar en lengua clara. También en eso, la tradición británica precede a la del continente. Es algo tan primordial y tan sencillo como llamar a las cosas por su nombre: a una mujer, mujer; rosa, a una rosa

El Estado moderno es el Gran Archivero que ordena y clasifica identidades. No hay archivo sin definición precisa de criterios de inclusión y exclusión para cada ficha. Ser unívoco es, para un archivero, ser.

La sentencia, anteayer, de la Corte Suprema del Reino Unido se cifra en una acotación semántica. Que busca restablecer el rigor de las palabras, porque sin rigor, todo jurista lo sabe, no hay justicia aplicable. A decir verdad, no hay siquiera campo ético consistente. «Dar mal nombre a un objeto», postulaba Albert Camus, «es aumentar la desdicha del mundo». Si quise abrir sobre ese axioma del pensador francés mi último libro, El eclipse del padre, que busca desbrozar la selva jergática de la superstición woke, fue porque pocas cosas debieran preocuparnos más en nuestras vidas que la imposición arbitraria de sentido a la medida sobre las palabras. Distorsionar el diccionario es distorsionar nuestras vidas. La inteligencia jurídica británica restableció anteayer el honor que es para un juez hablar en lengua clara. También en eso, la tradición británica precede a la del continente. Es algo tan primordial y tan sencillo como llamar a las cosas por su nombre: a una mujer, mujer; rosa, a una rosa.

«La decisión unánime de este tribunal es que los términos ‘mujer’ y ‘sexo’ en la Ley de Igualdad de 2010 se refieren a una mujer biológica y a su sexo biológico», declaraba Patrick Hodge, vicepresidente de la Corte Suprema, al anunciar la sentencia. Al cabo, era recordar el peso de una básica cautela freudiana: «la anatomía es un destino». El archivero debe atener su tarea a ese límite que el destino impone: definir y clasificar aquello que en el tiempo perdura, lo que hace que una ficha no se trueque en papel que el correr del tiempo amarillea en su caja. El archivero, en el registro civil, clasifica configuraciones genitales: destinos. El texto legal inglés las llama «sexo biológico». En términos clínicos, su nombre propio es «genitalidades». Es lo mismo: anatomía. Aquello, en suma, que sólo la catástrofe de una amputación puede modificar en condiciones médicas extremas.

El magistrado Hodge matizó, de inmediato, lo que casi debiera ser innecesario. Pero está bien que así lo hiciera, a la vista de la extrema confusión que un debate ideológicamente contaminado ha venido imponiendo a la opinión pública. No, la fijación léxica de la Corte Suprema en nada hiere los derechos de ningún grupo específico de ciudadanos: «desaconsejamos interpretar esta sentencia como un triunfo de uno o más grupos de nuestra sociedad en detrimento de otro; no es así». El fallo «no genera desventaja alguna a las personas trans» porque éstas se hallan protegidas por las mismas las leyes contra la discriminación y en defensa de la igualdad jurídica que abrigan a todos los ciudadanos. La sentencia se atiene sólo a hacer que el archivero pueda registrar sus derechos en la ventana adecuada: como derecho de ciudadanos específicos, que, no teniendo por qué ser mujeres, gozan de igual protección legal que cualesquiera otros.

Llamar a cada cosa por su nombre, nos pone a salvo de trivializarlas todas. Y de poner a la tragedia en el lugar de la comedia, bajo pretexto de que ambas, como enseña Aristoteles, se escriben con las mismas letras. Una amputación puede llegar a ser —demasiado lo saben los cirujanos— ineludible para salvar una vida. Llamarla «reasignación autodeterminativa» es burlarse del dolor de quien la sufre. Y hacer juego con lo que es infierno. Demasiadas veces también, generar expectativas que la realidad derrumba. He evocado por ello en mi libro el terrible balance clínico de una autoridad psiquiátrica mayor, Élisabeth Roudinesco, acerca de los abusos que propicia la necedad revestida de teoría de género. «Cuando se sabe que el tratamiento hormonal debe durar toda la vida y que el transexual operado no conocerá nunca más, una vez provisto de tales órganos, el menor placer sexual, uno no puede impedirse pensar que el goce que experimenta al conseguir así un cuerpo enteramente mutilado es del mismo tipo que el que vivieron los grandes místicos que ofrecían a Dios el suplicio de sus carnes martirizadas». Religión de suplencia o superstición mundana, minuciosamente descrita por J.-F. Braunstein; losa, en suma, que asfixia el pensar racional libre.

Sí, puede que nunca haya sido más irrenunciable la advertencia de Albert Camus: «Dar mal nombre a un objeto es aumentar la desdicha del mundo».