SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO
No es una cifra a despreciar, aunque la supere la contabilidad criminal de nuestro entorno. Mientras haya una mujer que muera a manos de su marido, novio, amante, ex o aspirante a violador, hay tarea por delante. El mismo viernes se sumó a la conmemoración un hombre que en Ciudad Lineal asesinó a su mujer antes de dispararse con la misma arma. Pero, ¿qué sentido tiene que un Gobierno en pleno se sume a una huelga y encabece la manifestación agarrado a la pancarta? Solo faltaba la Reina para dar lustre, pero allí estaban la vicepresidenta del Gobierno y la mujer del presidente, difuminando delicadamente la separación de lo institucional y lo conyugal. Estaba Reyes Maroto, la ministra de ortografía incierta; Isabel Celaá, la portavoz de ustedes, vosotros y vosotras; ustedes, ellos y ellas; Calviño, ejemplar votante prematura; la ministra de Justicia, Dolores Delgado, delicada sensibilidad que en los actos públicos siempre hace pareja artística con Grande-Marlaska, su «maricón» en las conversaciones con Villarejo.
Se me ocurren iniciativas razonables que aquella tropa podía desarrollar contra la violencia machista. Por ejemplo, abandonar su empeño en derogar la pena de prisión permanente revisable, como pide, cargado de razón, el padre de Diana Quer. También en las discriminaciones laborales. Aunque no creo en la brecha salarial, supongamos que existiera. Allí estaba Magdalena Valerio, que es la ministra de Trabajo y podría llevar al Consejo de Ministras algunas resoluciones pertinentes.
Hay precedentes que explican la natural afinidad de este Gobierno inane con el nacionalismo vasco. Siempre me llamaron mucho la atención los consejeros del Jaurlaritza que, durante los secuestros de ETA, se concentraban los lunes a las puertas de Lakua para agredir con su muda protesta a los terroristas. Confundir la convicción con la responsabilidad. La obligación de los gobernantes estaba en sus despachos, tomando las medidas necesarias para encontrar al secuestrado y a sus captores. También en Euskadi era muy notable el juego de inversión: ETA era la única organización terrorista que no luchaba contra el Gobierno sino contra los partidos de la oposición.
Había un punto grotesco en las damas de la cabecera dando saltitos y palmadas, mientras gritaban consignas contra la oposición: «¿Dónde están, no se ven las pancartas del PP?». Ellas, pobres, no percibían contradicción entre reprochar su ausencia a los populares, al mismo tiempo que afeaban su presencia a la representación de Ciudadanos: «Feminismo liberal, ridículo total». La señora que ocupa la Vicepresidencia del Gobierno explicó con entusiasmo que «el problema de las derechas es que no saben qué hacer con las mujeres ni dónde colocarnos». El presidente, sí; allí estaba su parienta dando brincos y gritando incoherencias, sin que sepamos aún cuál es su horario de trabajo en ese momio que le ha buscado Sánchez gracias a sus conocimientos africanos. Pablo, su socio, también sabe, lo tiene demostrado. Bueno, y Chaves, que no sabiendo cómo quitarse a Calvo de encima se la enchufó a Zapatero. Hay mujeres que no necesitan que nadie las coloque, pese a lo cual la derecha las puso donde no habían estado antes las mujeres (presidencias del Congreso, Senado y comunidades autónomas) pero no eran feministas sectarias como las tías de la pancarta.
El problema de la izquierda está en la conjugación. También se queja la cantante Calvo de que nunca ha visto a las derechas «acompañándonos en nuestra lucha. El problema es que ahora denostan (sic) la violencia de género». Ya está dicho que cuando sí las acompañan (Ciudadanos) las de la pancarta los denuestan. Calvo y claro.