JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 20/08/15
· Pedro Sánchez se ha fijado como principal objetivo abatir al PP y parece dispuesto a aliarse con cualquiera para conseguirlo. Sus alianzas con Podemos y nacionalistas en ayuntamientos y comunidades autónomas le han devuelto ciertas cuotas de poder perdidas, pero el precio a pagar por ello es alto, la radicalización, aunque lo peor es que vamos a pagarlo todos.
El PSOE es el primer partido de España, no sólo por antigüedad (1879), sino también por capacidad de arrastre. Se debe a que los españoles somos un pueblo raro: la mayoría se cree de izquierdas, pero su insolidaridad –«yo a lo mío y el que venga detrás que arree»– y mentalidad –apego a las tradiciones y resistencia a los cambios– no puede ser más de derechas. Tras observarnos no sólo a lo largo de mi vida –que incluye una república, una guerra civil, una dictadura, una transición y una democracia–, sino también el devenir histórico, he llegado a la conclusión de que nos atrae la izquierda por la libertad que representa frente a una derecha por lo general opuesta a cualquier intento, no ya de revolución, sino de innovación.
La Restauración montó un simulacro de revolución burguesa, pero el problema era que en aquella España no había burgueses más que en el País Vasco y Cataluña, que hicieron «su» revolución nacionalista. Luego, la Segunda República vino dispuesta a realizarla, pero antes de darse cuenta, estaba siendo secuestrada por el Frente Popular, que chocó con el Frente Nacional en la guerra civil. El franquismo trajo también su revolución, la «pendiente», que creó una clase media sin libertades, aunque propició la Transición y los casi 40 años de prosperidad y democracia que hemos gozado, pero que parece habérsenos quedado estrecha. Una última observación en esta especie de prólogo: los españoles aún no hemos metabolizado que libertad y responsabilidad son caras de la misma moneda. Separadas, conducen a la anarquía o a la tiranía.
En todas esas etapas, el PSOE, partido de «doble alma», interpretó un papel fundamental, según se inclinase por la revolución o la moderación. Durante la Restauración, su fundador, Pablo Iglesias, advirtió contra los radicalismos: «Todo intento de pasar a la revolución proletaria en España terminará en masacre». Hubo huelgas, manifestaciones, un sindicato obrero afín (UGT), pero el propio Iglesias terminó siendo diputado en el Congreso. Durante la Segunda República, en cambio, la pulsación revolucionaria fue en aumento dentro de un PSOE que no quiso colaborar con la izquierda moderada y se sublevó cuando los conservadores llegaron al poder, para declarar, por boca de Largo Caballero: «Es imposible llevar a cabo la tarea socialista en una democracia burguesa», mientras Araquistain escribía en el primer número de Levitán: «La República es un accidente. El socialismo reformista ha fracasado». Los fracasados fueron ellos, que lo pagaron con cuarenta años de silencio interior y exilio.
Su actitud en la Transición fue muy distinta. Tras veleidades radicales en los primeros momentos, la facción moderada se impuso no sólo en las urnas sino también en la política, respaldada por la socialdemocracia europea, la alemana especialmente, que asumió el papel de tutora, y así les vimos pasar del «OTAN, no» al «OTAN, sí» y de la nacionalización de Rumasa a «al país donde más fácilmente puede hacerse uno rico». Años de rosas y de vino, que desembocaron en casos de corrupción tan flagrantes que trajeron lo que nadie hubiera pensado veinte años antes: un gobierno de centro derecha.
El PSOE pasó a la oposición, pero que la izquierda no había perdido su músculo se demostró cuando, ocho años más tarde, aprovechando los errores tácticos de Aznar y el mayor atentado terrorista de la historia de España, volvió al poder, para mantenerse en él otros ocho.
El mandato Zapatero revivió el alma revolucionaria del PSOE, con su Memoria Histórica cargada de revanchismo y sus concesiones al nacionalismo, que alentaron las corrientes secesionistas. Pero lo que acabó con él no fue su política, fue su economía, si puede llamarse economía a negar la mayor crisis mundial desde 1929 y una gestión que llevó a España al borde de la bancarrota. Mariano Rajoy ha dedicado enteramente su legislatura a luchar contra ello, consiguiendo evitar que cayésemos en el abismo del rescate e iniciemos la recuperación. Pero el hecho de que no haya bastado para asegurar su reelección demuestra hasta qué punto esa escora hacia la izquierda sigue latiendo en buena parte de los españoles.
Es el momento en que nos encontramos. Y como en los anteriores, habrá que observar hacia dónde se decanta el PSOE para saber hacia dónde va España. ¿Lo hará hacia el radicalismo, como durante la Segunda República, o hacia el centro izquierda, como en la Transición? Creíamos que su extremismo era cosa del pasado, pero estamos comprobando que el efecto más nocivo de la Memoria Histórica de Zapatero fue que hizo olvidar los errores y horrores que trajo la radicalización de esa izquierda que el PSOE personifica, y su choque frontal con la derecha, que terminaron siendo fatales para todos.
Algo que parece ignoran los españoles de las nuevas generaciones. Sea por ese analfabetismo, sea porque se vea desafiado o atraído –eso nunca se sabe bien– por sus compañeros de generación más extremistas, el caso es que Pedro Sánchez, el nuevo líder socialista, se ha fijado como principal objetivo abatir al PP y parece dispuesto a aliarse con cualquiera para conseguirlo. Sus alianzas con Podemos y nacionalistas en ayuntamientos y comunidades autónomas le han devuelto ciertas cuotas de poder perdidas en los últimos tiempos, pero el precio a pagar por ello es alto, la radicalización, aunque lo peor es que vamos a pagarlo todos.
En metálico y al contado. Esa disposición a conceder a los catalanes los mismos privilegios fiscales que a vascos y navarros –cuando una de las tareas más urgentes de todo gobernante español es acabar con tales privilegios en nuestro país–, reforzada por la recomendación del «comité de sabios» de su partido de dar un «trato especial» a Cataluña en la nueva Constitución, que incluiría reconocer su «singularidad» y su «hecho diferencial» –algo que de inmediato exigirían las demás comunidades autónomas– es un mal augurio. Las constituciones están hechas para unir a los ciudadanos, no para diferenciarlos.
Una última observación: a estas alturas sabemos perfectamente a qué conduce el populismo tanto de la rama soviética como venezolana: a la falta de libertades políticas y a la miseria económica. Sabemos también, por tenerlo ante los ojos, que nuestros nacionalismos internos no son proespañoles, como pueden serlo el francés, el griego o el italiano. Son antiespañoles. Un 90 por ciento de su fervor y furor se alimenta y sostiene en el odio a España y, de dejarlos sueltos, tendríamos el suicidio de España como nación.
Es algo que tendría que tener en cuenta el Hamlet político que es Pedro Sánchez a la hora de elegir compañeros de aventura en las cruciales elecciones a celebrar dentro de unos meses. Y si no él, alguien en el PSOE que conserve la memoria y la cordura.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 20/08/15