Bernard-Henri Lévy -El Español
Como cada 13 años, Francia se prepara para asumir la presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea (UE).
Para celebrarlo, Emmanuel Macron ha optado por iluminar la Torre Eiffel y el Palacio del Elíseo. A su vez, para darle más solemnidad, ha decidido colgar una bandera europea bajo el Arco del Triunfo.
Y ahí estaban sus opositores, los más agitados, enalteciendo y limpiando el nombre de Vichy. Desbocados, gritaban que si «la profanación del Soldado Desconocido», que si «vaya insulto a los caídos por Francia» y que si «crímenes de alta traición».
Pasaremos por alto la mala fe que hace que parezca que la bandera estrellada de la UE ha sustituido, por todo lo alto, a la bandera tricolor francesa (cuando, de hecho, esta última sólo se iza allí en contadas circunstancias, por ejemplo, el 14 de julio).
«Los más honrados y los más amigos lo vieron como una provocación, más o menos inteligente, destinada a impulsar su campaña electoral»
No nos detendremos tampoco en el hecho de que esa misma gente no tuvo palabras tan contundentes cuando una multitud de chalecos amarillos profanó, saqueó y desvalijó el lugar (el señor Jean-Luc Mélenchon reprochó al Gobierno «montar el teatrillo de esos actos violentos» y la señora Marine Le Pen se puso en evidencia, pero para exigir… ¡la disolución de la Asamblea Nacional!).
Lo más triste es que allí no había nadie para preguntarse por el significado del símbolo y del acontecimiento. En el mejor de los casos, se critica al presidente por su torpeza.
Los más honrados y los más amigos lo vieron como una provocación, más o menos inteligente, destinada a impulsar su campaña electoral. La gente se estuvo preguntando durante mucho tiempo si la magnitud de la bravata estaba suficientemente calculada y si el hecho de que arriasen la bandera la noche del 2 de enero no fue un paso atrás.
Pero que la bandera estrellada de la UE pueda tener otra función en la Francia del siglo XXI que la de sustituir a la bandera tricolor, que no gocen ambas del mismo estatus jurídico (una está consagrada en la Constitución y la otra no), o que pueda hacerse un buen uso de Europa y de sus símbolos por parte de quienes siguen apegados a la nación, parece que eso no se le ha ocurrido a nadie.
Sin embargo, es sencillo.
La nación francesa, en estos primeros días de 2022, se enfrenta a una situación no muy diferente a la que tuvo que afrontar como país hace 13 años, cuando tuvo el honor de asumir su turno en la presidencia europea.
Vladímir Putin, como en 2008, cuando amenazó con ocupar Georgia por completo y se encontró, para impedirlo, con un Nicolas Sarkozy investido también de su doble autoridad como presidente de la república dual en el sentido en que, en tiempos de los austrohúngaros, se hablaba de una monarquía dual, amenaza hoy con invadir Ucrania.
El exoficial de la KGB ha madurado. Es reflexivo y ha aprendido a poner a prueba a sus adversarios. Ha engullido Crimea, ha desestabilizado el Dombás y ha multiplicado las provocaciones en el este del continente sin que haya ninguna verdadera reacción a sus acciones. Tiene aliados fuertes (Xi Jinping) o aliados circunstanciales (Erdogan), y Estados Unidos ha iniciado un amplio movimiento de retirada cuya responsabilidad no está claro si recae en manos de Obama, Biden o Trump y del que, por tanto, no puede decirse que sea temporal o a largo plazo, accidental o estructural.
Por eso, quizá, la amenaza es ahora más preocupante que en 2008.
«Sólo existe un posible contrapoder para estos poderes autócratas: la unión de nuestras fuerzas, la puesta en común de nuestros recursos y una gran alianza de los 27 Estados»
La realidad estratégica de estos primeros días de 2022 es que, si hay una amenaza existencial que se cierne sobre las viejas naciones de Europa; si Hungría, Polonia o los Estados bálticos tienen motivos para preocuparse por su soberanía; y si los países de la segunda línea de fuego, como Alemania o Francia, pueden albergar dudas sobre la sostenibilidad de su suministro energético; en definitiva, si la patria de Goethe, Víctor Hugo y Václav Havel está en peligro, no es porque haya demasiados rostros de tez morena en sus calles, demasiados nombres extranjeros en sus familias y demasiados desdichados muriéndose de frío en los bosques aledaños. Sino porque, en sus fronteras, hay tiranos que odian su civilización, quieren destruirla y no tendrán reparo alguno en hacerlo.
A su vez, la realidad estratégica es que sólo existe un posible contrapoder para estos poderes autócratas. La unión de nuestras fuerzas, la puesta en común de nuestros recursos y la gran alianza de los 27 Estados.
La idea de que Europa rescate a sus naciones ya la planteó Dante en su Carta a los florentinos.
En los debates de los años 50, esa Europa era la de aquellos que, como Churchill y Schuman, no querían ni el sometimiento a Estados Unidos ni el rearme de Alemania.
«Este ‘contraimperio’ que es Europa constituye la única respuesta seria, proporcionada y creíble ante el ascenso del poder de los mamuts del imperialismo neorruso y neochino»
También fue la apuesta de Milan Kundera en su famoso artículo de 1984 que todo el mundo cita estos días. Pero siempre olvidando que el escritor veía precisamente en Europa la salvación de las pequeñas naciones secuestradas por el malvado imperio soviético.
Este «contraimperio» que es Europa constituye la única respuesta seria, proporcionada y creíble ante el ascenso del poder de los mamuts del imperialismo neorruso y neochino. Esos aliados de los sátrapas neootomanos o neopersas, inspirados en los Hermanos Musulmanes, que aprovechan el menor traspiés de Occidente para hacer avanzar a sus peones.
Europa no es una nación.
Su bandera, la bandera de la democracia liberal, ni borra, ni traiciona nada.
Su bandera es el símbolo de la unión de quienes no se resignan a la salida de la Historia que se les ha anunciado.
Emmanuel Macron tenía razón: abanderar con oro y azul uno de los espacios más emblemáticos de la grandeza francesa era una prueba de vitalidad y resistencia.