A pesar del pacto de silencio sobre la cumbre del Martes Santo convocada por Puigdemont, su llamamiento a la unidad delata el desgaste en las filas indepes por el doble frente de batalla: aliados ante el referéndum, rivales ante las elecciones. Eso ha provocado grietas en la lógica hasta ahora rocosa de Todo por la Independencia, variante del marcial Todo por la Patria, con el referéndum por encima de cualquier diferencia ideológica. La Santa Cruzada del Referéndum había bastado para mantener el orden, incluso en una plataforma antinatural de izquierdaderecha como JxSí aliada con los antisistema de la CUP; pero cada vez menos. Sin caer en la caricatura de Puigdemont como el Hitler final de El Hundimiento, vociferando en vano sobre una victoria imposible, grietas sí que hay: desde Forcadell, achicharrada, a la CUP hastiada del institucionalismo. De ahí esa cumbre urgente a dos semanas del 26 de abril, fecha del pleno de la independencia exprés.
La única estrategia hasta ahora ha sido referéndum o referéndum, sí o sí en 2017. Ayer insistían Puigdemont y Junqueras una vez más, en Le Soir. El mantra no cambia, ya sea con la retórica balsámica de Puigdemont o el matonismo verbal de la CUP. El presidente tuiteó a mediodía tras el quinto aviso del Tribunal Constitucional: «No dejaremos de ir adelante». Pero Esquerra anunciaba su plan de parados para proteger a los funcionarios en las urnas, y PDeCat le daba una respuesta destemplada: «De lo que hace o deja de hacer el Govern, informa el Govern». Zas. No era un fallo de comunicación, sino una consecuencia de esa doble batalla referéndum/elecciones, aliados y a la vez rivales: desconfianza. En definitiva ya no sólo operan con la hipótesis del éxito del referéndum, sino también su fracaso, con la prohibición previsible o un remake estéril del 9–N. Todo esto, más allá de la fantasía de la independencia exprés, conduce a elecciones.
La reunión del Martes Santo parte de una convicción: muchas guerras se pierden no en el frente de batalla, sino en las hostilidades internas de la retaguardia. La desconfianza mina la unidad. En Esquerra andan con ojeriza después de que una consejera reclamara a Junqueras que su orden de comprar urnas fuese por escrito; los convergentes se niegan a poner de nuevo a los mártires como el 9–N y sondean todo muy nerviosos, incluso la cena del lunes de tres consellers de Esquerra –«cena privada que no podemos comentar»– en El racó d’en Cesc. También censuran a las juventudes de la CUP. Así están las cosas en el processisme. Necesitan escenificar unidad pero se hacen un marcaje a la italiana. La Cumbre del Martes de hecho tenía algo del Consejo Central en El hombre que fue jueves.
Cuesta creer que los secesionistas tengan en algún lugar, oculta, su gran hoja de ruta para la independencia. Todo esto no sucede para despistar, sino por desorden e inseguridad. Claro que el Procés no es un Titanic naufragando en las aguas frías de la XII Legislatura tras chocar con el Imperio de la Ley, o al menos no de momento.
Pero probablemente nadie en el Procés descarta el naufragio. Hay determinación, pero también demasiadas dudas. Convergencia teme unas elecciones en que ellos se conviertan en irrelevantes y el nuevo eje de poder se desplace a la izquierda con Esquerra y los Comunes emergentes, que antepondrían la agenda social. Por eso se libran dos batallas –el referéndum y las elecciones– bajo la inquietante amenaza de ir del procés al decés.