Ignacio Camacho-ABC
- Un gobernante con sentido de Estado no se deja impresionar por el falso prestigio de los mecanismos parlamentarios
La palabra de Sánchez nunca ha merecido demasiado crédito, pero si lo que dijo ayer es cierto puede batir un récord de irregularidad institucional: el de permanecer un mandato entero sin conseguir la aprobación de los Presupuestos. La noticia de su triunfalista balance del curso no es el anuncio de la presentación del proyecto, como destacan los titulares de los medios, sino el de la voluntad de seguir gobernando (o más exactamente de seguir en el Gobierno) aunque se lo rechace el Congreso. Para lo primero, el trámite de presentar las cuentas, ya va tarde porque el techo de gasto está sin aprobar en el plazo legal correcto, y lo segundo habrá que verlo. De momento los socios no parecen muy inclinados a dar su visto bueno y si finalmente lo niegan es improbable que la legislatura aguante mucho tiempo por más empeño que el presidente ponga en el intento. Que lo va a poner desde luego; otra cosa es que esté en condiciones de tener éxito.
El hecho mismo de que el jefe del Ejecutivo exhiba como novedad relevante una mera formalidad administrativa resulta de por sí una anomalía. En democracia, la obligación de proponer al Parlamento la ley presupuestaria de cada ejercicio es una rutina, no una concesión potestativa, y en el caso español la Constitución la establece por escrito con formulación cronológica precisa, aunque sus redactores no considerasen necesario, mecachis, especificar qué pasa si alguien decide incumplirla. Como tampoco se les pasó por la cabeza imaginar que se podía eludir sin consecuencias el veto legislativo, el sanchismo lleva varios años colándose por esa rendija, pero mantenerla abierta durante todo un mandato constituye a todas luces una desviación de poder abusiva, quizá merecedora de que la justicia, o en su defecto el Tribunal Constitucional –no son cosas idénticas–, emita doctrina. Siquiera para clarificar de cara al futuro la posibilidad de que se repita.
De cualquier modo, Pedro ha sido generoso al prometer que esta vez cumplirá el precepto al menos en su primer paso, que tampoco es cuestión de pedirle un exceso de compromiso democrático. Desde que llegó al poder han pasado 1300 días con presupuestos prorrogados y sólo en 2019 disolvió las Cortes que se los rechazaron. Claro que entonces se veía en situación de ganar, como en efecto ocurrió, y ahora sabe que si convoca elecciones le espera un descalabro porque el pueblo soberano se ha vuelto proclive a escuchar los cantos de sirena del bando equivocado. Y quién mejor que un gobernante autoritario conoce lo que conviene a los ciudadanos, sobre todo cuando caen en el hechizo de los falsos profetas y es menester velar por sus intereses con sentido de Estado. Las urnas están sobrevaloradas y la corrección de ese falible criterio popular forma parte de la responsabilidad de un césar visionario decidido a afrontar las incomprendidas servidumbres del cargo.