Alejandro Molina-El País
El Estado, al restablecer el orden constitucional, no debe dejar a medias su tarea
Asoman en estos días a los medios creadores de opinión que sugieren, como solución a la crisis provocada por el desacato de la Generalitat al orden constitucional, la celebración de elecciones autonómicas en virtud de una decisión in extremis del president Puigdemont, quien, de grado, hará uso de su facultad de disolver el Parlament antes de la publicación en el BOE de las medidas que acuerde el Gobierno en ejecución de lo propuesto al Senado el pasado sábado.
Con esta decisión del president -se dice- quedará constatada la vuelta a la legalidad de la Generalitat, que, sin hacer un acto revocatorio expreso de la declaración del 10 de octubre ni de lo suscrito por la mayoría secesionista declarando «constituida la República catalana, como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social», habría sin embargo renunciado tácitamente a su supuesto inconstitucional máximo.
Debe denunciarse que este parecer parte de una premisa falsa: la de que las medidas del artículo 155 son la consecuencia jurídica prevista en la norma para un supuesto de hecho consistente en una declaración de independencia más o menos inequívoca que no haya sido revocada; cabiendo que esa revocación -elusiva del 155- viniera de actos propios del Govern al punto que su conducta posterior indicara que la declaración no era del todo efectiva.
Abstracción hecha de que una cosa es que lo sucedido en el Parlament el pasado 10 de octubre careciera de efectos jurídicos y otra que no vaya a tener consecuencias legales (desacato al Tribunal Constitucional con calificación penal más allá¡ de la mera desobediencia), hay que recordar que el auténtico supuesto de hecho para el artículo 155 es el incumplimiento por una comunidad de sus obligaciones legales cuando atente gravemente contra el interés general, siendo desde luego la declaración de independencia (ya sea palmaria, ambigua o por fases) el supuesto perjudicial máximo, pero no elúnico que legitima el expediente.
Porque ¿es que hasta el 10 de octubre la Generalitat no había incumplido sus obligaciones en perjuicio del interés general? ¿Es que la acción exterior, atribuyéndole a España la condición de Estado «autoritario» o «represor», no es un daño al interés general? ¿Es que la inseguridad jurídica y la huida de empresas no han perjudicado la inversión en la economía española? ¿Qué son los incumplimientos de sentencias en materia linhüistica en la educación? ¿Y las desobediencias para celebrar el referéndum del 9-N y cargar su coste al erario público? ¿Es que las «estructuras de Estado» no dañan el interés general? ¿El espectáculo de los días 6 y 7 del Parlament no atentó contra el interés común?
Por otra parte, pensar que la salida a la crisis se resuelve con unas elecciones en Cataluña es obviar temerariamente que esos comicios se celebrarían en precarias condiciones de limpieza democrática, con una total patrimonialización a su favor por parte del Govern de los recursos públicos, en un clima de acoso a los no secesionistas, en un contexto de impúdica parcialidad del aparato mediático -público y subvencionado- en defensa de la Generalitat rebelde (véase el artículo publicado en estas páginas el pasado 10 de octubre, Adiós al circo del odio, que describe el papel que se reserva a los no secesionistas) y con unos precedentes que aventuran una ausencia tal de neutralidad institucional que haría de dudosísima legitimidad democrática los resultados de esas elecciones.
No. Por difícil y tenso que vaya a resultar enfrentar la inercia insurreccional que se alienta desde la Generalitat, instando a desacatar las medidas del Consejo de Ministros, en ningún caso debe caerse en la trampa de una tregua falsa que traslade el problema, aún agravado, a dentro de unos meses. Puigdemont, desde su perspectiva insurreccional, cometió un error el día 10 de octubre: dejar en el limbo su declaración al albur de una inviable mediación exterior, cuando esa ambigüedad, precisamente, pudo disuadir a quien tuviera la tentación de injerencia. El Estado, por el contrario, desde su perspectiva del restablecimiento del orden constitucional, no debe caer en el mismo error de dejar a medias su tarea. Máxime cuando tiene a su disposición el respaldo exterior contrario a la mediación, teniendo además un insólito capital político inesperadamente expresado en los balcones de toda España en favor de la Constitución y del Estado de derecho.
Alejandro Molina es abogado.