Ignacio Camacho-ABC
- Esos empresarios catalanes que aplauden a Sánchez jalearon antes a Zapatero para acabar huyendo muertos de miedo
Esos empresarios catalanes que el lunes le hicieron la pelota a Sánchez, encantados con su cursi retórica del «reencuentro», son los mismos que en octubre del 17 trasladaron la sede fiscal de sus empresas cagados de miedo ante la posibilidad de que la secesión dejase a Cataluña a la cruda intemperie de la periferia del euro. Y la mayoría aún no ha vuelto; deben de estar esperando que salgan los presos para hacer cola delante de Junqueras y presentarle sus respetos. A Giró ya le han pedido audiencia -Jaume, tenemos que vernos- confiados en que el buen rollo del Govern con Moncloa avalará sus flamantes proyectos bajo el paraguas de los fondos Next Generation. Están optimistas, dispuestos a comprar entero,
de pe a pa, el discurso sobre la distensión y ese «nuevo tiempo» en el que fantasean que con algo de suerte igual hasta les cae el ansiado concierto. Clima de ‘seny’ con el presidente, palmaditas en la espalda para compensarlo del mal trago madrileño. Un ambiente calcado de aquella expectativa con que las élites barcelonesas recibían a Zapatero sin atisbar que estaban incubando el embrión del Proceso.
También esa alta burguesía industrial y financiera, como su correlato político, ha acabado desconectada de la realidad y en su extravío cognitivo aún cree posible rehabilitar un sistema institucional destruido por el delirio de la secesión y el ensimismamiento autocomplaciente del soberanismo. Su enfoque enajenado le quita importancia al pánico que tantos de sus miembros sintieron al verse bajo amenaza, en los días de zozobra en que los maletines volaban en el AVE y las sucursales cercanas a Atocha registraban cada día un aluvión de cuentas millonarias. No quieren recordarlo; han pasado página y les parece que cumplir la ley que entonces reclamaron es ceder a la tentación de la revancha. Y siguen sin entender nada: ni el componente totalitario y populista del independentismo, ni la fractura interna de la sociedad catalana, ni el profundo cambio de estado de ánimo que la insurrección generó en el resto de España. Hay que estar muy desorientado para escuchar un sonido de esperanza en la cháchara hueca de un gobernante sin palabra.
Ahora no necesitarán una década para desengañarse. Ocurrirá antes, mucho antes. Cuando los separatistas emprendan otra huida hacia adelante al constatar que ni siquiera Sánchez puede situarse al margen de los límites constitucionales. Cuando el hartazgo de los españoles haga trizas la quimera del ‘encaje’. Cuando el intento de forzar las costuras del modelo de Estado desemboque -en las urnas, en la calle o en los tribunales- en otro fracaso. Cuando hasta los espíritus más biempensantes se den cuenta de que el diálogo sólo es el disfraz de un plan de ruptura a plazos. Y entonces ya no habrá coartadas para el fiasco. Las disipará esta deliberada, insensata, frívola, culpable ignorancia del ayer cercano.