José Luis Zubizarreta-El Correo
La indecisión que detectan los sondeos podría alimentarse, en una tesitura de mutuas exclusiones, también de quienes rehúsan jugar un juego que les repugna
Las encuestas ya no son lo que eran. Se decía en tiempos que Alfonso Guerra hacía unas -secretas, por supuesto- que clavaban los resultados de las elecciones. Pero, aunque no todas llegaran a tanto, las leíamos con respeto, y con palpitante ansiedad esperábamos, sobre todo, la ‘canónica’, aquella que el CIS hacía sobre miles y miles de entrevistas personales. Sin embargo, con el tiempo, nos han causado demasiados desengaños y hecho descreídos. Errores y sesgos propios, de un lado, y la creciente complejidad de la escena política, de otro, junto con la volatilidad de la adhesión política, las han desvirtuado. Faltaban las últimas del CIS, esas que ni su propio autor se toma en serio, para darles el golpe de gracia.
Pero hasta el desengaño tiene su lado bueno. Y, con el de las encuestas, el bueno es que ahora, en lugar de creérnoslas a pie juntillas, hemos logrado tomar una prudente distancia para analizarlas y juzgarlas. Cada uno de nosotros se ha vuelto un experto y formado una idea, simple, pero certera, de por dónde respira la gente. Abiertos a periódicos, radios y televisiones, ponemos, sobre todo, la oreja a lo que el pueblo dice en voz alta o, con más frecuencia, murmura entre dientes. Nos sentimos así capaces de juzgar, con criterio propio, lo datos que arrojan los sondeos. El juicio es, por supuesto, sumario y grosero. Va desde «eso es imposible» hasta «eso otro me cuadra», pasando por un escéptico «mejor esperar a las urnas». Sabemos, sobre todo, cuánto calla y miente la gente, y hemos aprendido a distinguir nuestras preferencias personales de lo que el ambiente delata.
Pues bien, a mí, pertrechado con este elemental bagaje, la encuesta que hoy publica este periódico me resulta verosímil. Me cuadra, grosso modo, con la idea que me había formado. Ni el fracaso de Cs y Vox ni el desinfle del suflé de Podemos ni el excelente desempeño de los partidos gubernamentales me han sorprendido. Sí lo han hecho, en cambio, que el popular Maroto pueda quedarse sin escaño en Álava y que el PSE esté tan equilibradamente representado en los tres territorios. Por lo demás, la encuesta refleja el momento de centrada moderación que disfruta la sociedad vasca. Y, si más sorpresas buscamos, no las hallaremos en lo que en esta imagen refleja, sino en el contraste que presenta con la que probablemente nos mostrará mañana la encuesta que dibuje el conjunto de España.
Las elecciones definen, antes que nada, la representación institucional que los partidos tendrán en la nueva legislatura. Pero son también -quizá sobre todo- el retrato forzado del país. Los partidos, padres autoritarios, nos obligan a posar junto a ellos en los puestos y posturas que deciden. No hay más remedio que elegir entre lo que hay. Y lo que hay es lo que los partidos dictan. De modo que, de cada proceso electoral sale un fotograma del país; y de la sucesión de los que hemos ido sacando a lo largo de procesos similares resulta una película que relata nuestra evolución en el tiempo. Pues bien, lo que el último fotograma ha comenzado a insinuar, tanto por sí mismo como por comparación con los pasados, no da pie al optimismo. De la colorida imagen de otros tiempos hemos pasado a un lúgubre blanquinegro. Antes, se podía deambular de un sitio a otro sin sentirse en exceso desleal ni demasiado extraño. Ahora, en este triste espacio de tétricos claroscuros y sombríos contrastes, a uno no le queda otra, si quiere ser mínimamente coherente consigo mismo, que quedarse quieto en el bloque, el frente o el bando en el que los partidos le han forzado a posar. Lo otro sería traición. Salimos así retratados en una foto de familia en la que uno se siente a ratos tan incómodo, que querría escapar corriendo.
Dicen las encuestas que hay un alto porcentaje de indecisos. Es de temer que, en esta ocasión, su duda no fluctúa sólo, ni principalmente siquiera, entre este y aquel partido. Al haberse constituido por primera vez en nuestra democracia dos bloques tan herméticos que han cambiado la transversalidad por la impermeabilidad, cabe también pensar que la indecisión sólo es el prefacio de una abstención activa y comprometida de quienes, en una tesitura de mutuas exclusiones, se niegan a participar en un juego que les repugna. Sería, pues, una abstención que se alimentaría no de quienes no se sienten representados por ningún partido, sino de quienes se sienten excluidos por todos. El miedo que éstos tienen no es tanto a que gane uno u otro bloque cuanto a que sea un bloque lo que gane.