Quizá el nuevo modelo que se anima ante tanta reforma estatutaria sea el confederal, similar al del Antiguo Régimen español; no en vano Maragall utiliza el término tan caro al absolutismo regionalista, el de los carlistas, para referirse a España antes de que ésta fuera nación: las Españas. Es muy posible que esta vuelta al XVIII muchos lo consideren progreso.
Posiblemente cometiera un error de precipitación Zapatero asumiendo antes de ser presidente el reto de aceptar el nuevo Estatuto de Cataluña con la única condición de que éste surgiese con una mayoría cualificada, ampliada posteriormente con la que el texto fuera constitucional. Quizás no esperase extralimitaciones como la fórmula de concierto económico finalmente aprobada, o una justicia mínimamente conectada con el sistema judicial español, o el blindaje de las competencias, pero si que parecía asumir, desde tiempo atrás, la declaración de nación por tratarse en su opinión de una cuestión de nominalismo.
Pero también es posible pensar, de ser sincero el énfasis que pone en el tema identitario de las diferentes comunidades, que considere una oportunidad toda esta situación de reforma e incluso se considere protagonista de la misma. De sus primeras declaraciones se puede deducir que no observa el nuevo Estatuto como un problema para su acción de gobierno, sino, más bien, como todo un hito en la nueva organización política, que de seguir por la vía identitaria y particularista, y no tanto, como sus predecesores, por los cánones del igualitarismo y de la descentralización, su impulso va a tener tintes revolucionarios. Revolucionario en el sentido, salvando las distancias, en el que en los años sesenta una juventud rebelde creía que España era una unidad en la opresión y que el progreso social se unía indefectiblemente a la secesión política de cada entidad periférica.
Ese era el pensamiento, entre otros, de ETA, y ahora muy nítidamente también de ERC. Sin duda alguna, de seguir por estos derroteros, se trataría de una enorme transformación del sistema político, tan grande como para pasar a la historia, puesto que detrás vendrá Euskadi y todos los demás en el proceso interminable hacia la confederación. A los dos días el Gobierno balear, regido por el PP, reclama la misma financiación que la aprobada en el nuevo Estatuto catalán. Es de esperar que la apuesta del presidente por el encauzamiento y la reflexión sobre la propuesta catalana suavicen los escollos para encajarla, aunque con fórceps, en el ordenamiento actual.
Encauzamiento con problemas, porque a pesar de todo lo que pueda suponer de salto adelante la propuesta aprobada por el Parlament, el líder de ERC ya ha anunciado la disposición adicional que los nacionalistas vascos pusieron de moda: el nuevo Estatuto no es una meta sino el medio de alcanzar la secesión. Sea o no nominalista el enunciado de nación ya se puede apreciar que para algunos de sus promotores es el paso para erigir un estado, y, por tanto, los exagerados niveles de la autonomía para parte de estos impulsores tiene un fin hoy en día que, se apruebe o no en el Congreso de los Diputados, aparece más cercano. Pudiera ser que el nuevo modelo que se anima ante tanta reforma estatutaria sea el confederal, similar al del Antiguo Régimen español, no en vano el mismo Maragall utiliza el término tan caro al absolutismo regionalista, el de los carlistas, para referirse a España antes de que ésta fuera nación: las Españas. Y es muy posible que esta vuelta al XVIII muchos lo consideren progreso.
El tratamiento en el Congreso de los Diputados va a ser además de duro largo. La mayoría gubernamental conseguirá que se acepte su tramitación, como ocurriera con el plan Ibarretxe, a pesar de sus posible carácter de reforma constitucional. La mayoría lo aceptará en el pleno para dar paso a su tramitación, larga, de enmiendas parciales, dejando a la opinión pública en una espera de preocupación y produciendo sin duda alguna una crisis con la oposición y otra más soterrada entre miembros del propio partido del presidente. En otro momento histórico las consecuencias hubieran sido fatales, pero ahora gozamos de un alto nivel de bienestar y de una despreocupación por la política por parte de la sociedad nunca conocida, quizás producida por ese bienestar.
La crisis se va a notar entre nuestros representantes políticos especialmente, mínimamente en la sociedad que tiene de momento otras preocupaciones. No va a pasar nada, al menos aparentemente. La cohesión económica y cultural, por encima de las obsesiones identitarias, seguirá actuando. Otra cosa es que a medio plazo no tenga consecuencias, y tanto este estatuto recién aprobado en Cataluña como el plan Ibarretxe sigan presionando abrumadoramente salvo soluciones traumáticas que no son de esperar. En eso si nos diferenciamos del pasado, y todo gracias a una Constitución tan poco apreciada en la actualidad.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 5/10/2005