Fernando Savater-El País
Las fórmulas extravagantes de los nuevos parlamentarios al asumir su cargo revelan una puerilidad terminal, pero también algo peor: un narcisismo tan centrado en la autoafirmación que reniega de la función pública
Uno de los lemas más repetidos en el 15-M fue aquel de “no nos representan”. Me pareció desacertado porque precisamente lo malo de esos políticos contra los que se protesta es que a efectos prácticos claro que nos representan. Si no, poco nos importarían… Al cirujano torpe que me está operando es inútil que le niegue mi reconocimiento como doctor, porque seguiré en sus manos: lo urgente es que me agencie otro. Sin embargo, ahora, después de ver a los parlamentarios tomar posesión de sus cargos con promesas estrambóticas, debo admitir que tiene sentido negar que nos representen, no porque sean más o menos ineptos, sino porque su investidura no se hizo en la forma debida. ¡Bah, la forma, qué importa la forma! Pues en este caso es lo que más importa.
El lenguaje performativo no describe o expresa la realidad, sino que la transforma: es un hacer con palabras. Decir a alguien “te quiero” cambia nuestra relación con él; y “prometo”, “juro” o “acepto” son hechos, no solo dichos. Por eso hay un delito de perjurio, pero no de descripción paisajística. El uso performativo exige un gran rigor formal: ante el altar hay que decir “sí, quiero”, no “bueno, de momento va a ser que sí, pero luego ya veremos lo que sale”, porque entonces no te casas. Las fórmulas extravagantes de los nuevos parlamentarios al asumir su cargo revelan una puerilidad terminal, pero también algo peor: un narcisismo tan centrado en la autoafirmación que reniega de la función pública. Imposible representar la soberanía popular si no se es capaz de dejar las ganas de lucirse a un lado mientras se dicen cuatro palabras como es debido. En efecto, está visto que no nos representan, ni quieren representarnos. Son demasiado suyos…