Los artículos sobre política internacional han ido desapareciendo de los medios de comunicación habituales. Hoy día forman una variante periodística entre la excentricidad y el elitismo reservada en exclusiva para países con intereses geopolíticos. Abstenerse los dependientes, que han de conformarse con la pomposidad de los expertos académicos, que no hablan, sentencian, o los tertulianos que lo mismo peroran sobre Afganistán que sobre la Guerra de las Galaxias, porque cobran por sesión, como las prostitutas y los fontaneros.
Descubrí la geopolítica a los 22 años gracias a que el Viejo Profesor, Enrique Tierno Galván, me encargó dos voces para un Diccionario Político que no llegaría a publicarse. Una era “Geopolítica” y la otra “Manuel Azaña”. Conociéndole como creo recordarle ahora, la propuesta no tenía nada de arbitraria. Trataba de ponerme en dificultades ante dos temas que estaban muy alejados de mis inclinaciones intelectuales de entonces. Vivíamos en los tiempos del cólera y él se divertía mucho en una empresa-tapadera, por buen nombre “La Corchera Ibérica”, mientras daba sus primeros pasos en la creación del Partido Socialista del Interior, luego Popular.
La geopolítica representa el lado más descarnado de las relaciones exteriores de los Estados y no es extraño por tanto que fuera tan enriquecida académicamente en las universidades alemanas y anglosajonas. No digamos Rusia. Estudiar los movimientos geopolíticos del Imperio de los Zares es una tarea para expertos con alta cualificación. Lo que vino con Lenin y Stalin no es poca cosa tras el fracaso expansionista de las invasiones de Polonia y Finlandia, pero el final de la Segunda Guerra Mundial y la consolidación del Telón de Acero ya marcan el espíritu geopolítico, llamémoslo así, de Vladimir Putin, inseparable del desmoronamiento no sólo del comunismo; la animosidad de Putin hacia Lenin es más que explícita, hasta el punto de hacerle responsable intelectual del actual fraccionamiento.
La geopolítica representa el lado más descarnado de las relaciones exteriores de los Estados y no es extraño por tanto que fuera tan enriquecida académicamente en las universidades alemanas y anglosajonas
La invasión de Ucrania parte de un hecho sin precedentes por su descaro. Primero la denominación de “Operación Especial”, lo que vendría a avalar el derecho del Imperio que niega la existencia del país al que invade. La justificación en una supuesta deriva fascista de los ucranianos alcanza la estupidez, similar a aquellas salidas de Mussolini sobre la Civilidad Romana que llevaban sus tropas cuando invadían territorios indefensos. Pero hay algo reseñable que no valoramos en su justa medida: ni el más putiniano de sus partidarios imaginaba que Rusia iba a invadir Ucrania. Los juegos geopolíticos de algunas potencias occidentales caían de lleno en la provocación, pero cabía un margen para la negociación que no rompiera el tablero. No fue así y ahora nos enfrentamos a la peor de las guerras posibles. Ucrania no está en condiciones de ganar y Rusia no puede perder. Las armas nucleares se inventaron para disuadir a los que no las tienen, porque una vez que las tienes estás en posesión de un siniestro aval que garantiza que nunca serás derrotado del todo.
Se pueden exclamar majaderías sin cuento pero estamos para pensar aquello por lo que algunos pagan para que no lo pienses. Defender el derecho de Ucrania a la existencia, el fin de la invasión y de la guerra, la necesidad de ayudarla y sostenerla, pero al tiempo conscientes de que el enemigo tiene ese nivel de poder y de relaciones internacionales que lo hace impune, incluso más inmune de lo que quisiéramos. Podemos fantasear sobre la caída de Putin, la revuelta interna –los kremlinólogos han vuelto a entrar en nómina-, la elevación insoportable de la dictadura, en fin, lo que nuestra imaginación produzca. Lo incontestable es que el campo está lleno de muertos, la miseria ha vuelto y sin embargo los recursos para seguir matando están lejos de agotarse.
Contemplar una guerra desde el balcón de tu televisor ha acabado por ser una forma de abordar lo inexplicable y tiene la ventaja –miserable ventaja– de que se digiere muy bien. Incluso cuando se sube el tono del eructo, una voz nos advierte de que lo que vamos a ver puede herir nuestra sensibilidad. Uno no puede menos que conmoverse al saber que sobrepasa el centenar de periodistas palestinos los que han muerto por disparos israelíes tratando de que su televisor alcance un nivel de verosimilitud que nos acerque a la tragedia. El gobierno de Israel impide que los periodistas acompañen a sus tropas; si reduces el riesgo, evitas las interpretaciones.
Contemplar una guerra desde el balcón de tu televisor ha acabado por ser una forma de abordar lo inexplicable y tiene la ventaja -miserable ventaja- de que se digiere muy bien
Escribir sobre Israel, un estado creado en 1948, cada vez se parece más a una querella ancestral donde aparecen expresiones que afectan a creencias acendradas durante siglos. Incluso se habla de la Santa Inquisición y de “Los Protocolos de los Sabios de Sion” para referirse a una guerra del siglo XXI. Lo primero que podemos intentar es manejarnos con un lenguaje común. Si empezamos con excepcionalidades no salimos del laberinto.
El 7 de octubre Hamas invadió territorio israelí causando 1.200 muertos y llevándose 200 rehenes. Una declaración de guerra en el sentido más preciso del término. Si no aceptamos esta obviedad el resto de nuestro análisis resulta fallido. El gobierno de Israel tiene especial interés en considerar la operación militar de Hamas como una acción terrorista, de tal modo que disminuye el potencial simbólico del enemigo. Una intención nada baladí que todos consideramos como una referencia coloquial pero que apenas tiene que ver con la evidencia de los hechos. Ninguna organización terrorista convencional puede asaltar un territorio a sangre y fuego, matar a más de un millar de personas y llevarse y esconder a 200 rehenes, burlando al más entrenado de los Servicios de espionaje del mundo -que en esta ocasión se ha cubierto de ridículo-. Luego retirarse a su territorio -Gaza-, donde Hamas constituye el poder real desde 2007.
Nos informan como a infantes destetados. Un ejército altamente preparado y con el armamento más sofisticado del planeta lleva meses tratando de terminar una guerra ganada de antemano. Decir que se trata de una lucha contra una organización terrorista está bien para las declaraciones políticas del balcón televisivo. Incomprensible sin tener en cuenta el castigo inaudito a la población: niños, mujeres y viejos. ¿Dónde están los hombres palestinos? Pues muertos, huidos o en la tropa islámica.
Todo es demasiado sórdido para ser creído, empezando porque la guerra la dirige un presidente, Netanyahu, que cuando termine la faena deberá afrontar tres causas judiciales demoradas que le llevarán con toda probabilidad a la cárcel. Seamos humildes, y reconozcamos que lo más difícil de entender es la ignorancia voluntaria y ese afán por participar en el combate desde la tribuna de los espectadores.