La fábula de la rana y la olla de agua caliente ha dejado de servir como metáfora del proceso de doma que este Gobierno ha aplicado sobre los españoles, pero muy especialmente sobre los votantes del PSOE. La rana hace años que murió hervida y calentar más la olla, que es a lo que la Moncloa se dedica desde el 23 de julio, tiene ya el mismo impacto sobre los ciudadanos que un placentero chirimiri de verano.
Algunos, sobre todo entre los medios de estricta obediencia monclovita, hasta le han encontrado el gusto a ese calentamiento global de las instituciones. Lo que primero era impensable («el PSOE jamás haría eso») pasa después a ser debatible («debemos desinflamar») y luego incluso necesario («diálogo y concordia»). La rutina ya la conocemos y es siempre la misma porque Sánchez y el PSOE no son más que un one-trick-pony político: «peor sería que gobernara la derecha».
Ayer lunes 4 de septiembre una vicepresidenta del Gobierno se reunió con el líder de un golpe contra la democracia del Estado al que ella representa, un tipo que huyó del país en posición fetal en el maletero de un coche tras llevar a los españoles al borde de una conflicto civil (17.000 mossos armados tenía el fugado a su disposición y sólo le faltó utilizarlos frente a la Policía Nacional y la Guardia Civil) y todos reaccionamos con la misma cara de pasmo con la que el ganado bovino ve pasar el tren. Cuando un Gobierno llega a ese nivel de impunidad, qué más da ya todo.
La vicepresidenta lo hizo a cambio de los siete votos del golpista, cuya importancia es para este Gobierno incalculablemente mayor que los 137 del PP. No porque pesen más, sino porque convierten los otros, los de Feijóo, en irrelevantes.
De acuerdo con los parámetros de la política actual, el de «cualquier cosa menos la derecha», los populares sólo habrían gobernado en España en 2000 y en 2011, los años de sus mayorías absolutas. Ni en 1996 ni en 2015-2016 lo habrían logrado, y hoy Felipe González y por supuesto Pedro Sánchez tendrían una legislatura más en su haber.
Pero no fue la foto de Yolanda la que consagró la marginación del PP. De eso se encargó el propio PP defendiendo una negociación «diferente» con Junts. El proceso es el siguiente: el Gobierno blanquea al golpista Puigdemont, y el PP blanquea al Gobierno negociando con el partido del golpista. En la mente del PP, Puigdemont dio su golpe de Estado a título personal, sin la complicidad de su partido.
Como Yolanda Díaz, que viajó a Bruselas a título personal. A negociar la investidura del líder de otro partido diferente al suyo, sí. Pero a título personal.
Hay una segunda metáfora criminológica aplicable a este Gobierno. Es la de la ventana rota. Dice esa metáfora que una casa con una ventana rota que no es arreglada por nadie tiene muchas más probabilidades de ser posteriormente vandalizada. Primero, los gamberros romperán una segunda ventana a pedradas. Luego una tercera. Luego una cuarta. Luego okuparán la casa. Luego arrancarán las tuberías. Luego le prenderán fuego. Si el ayuntamiento no hace nada, pronto será vandalizado todo el barrio.
De acuerdo con esta teoría, los signos visibles de la delincuencia generan por sí mismos y a velocidad exponencial más delincuencia.
Las ventanas rotas de la democracia española están hoy por doquier. Ayer, la vicepresidenta serró una viga maestra de la casa y el PSOE reaccionó con la misma cara de pasmo con la que el ganado bovino ve pasar el tren. A fin de cuentas, son ellos los que han okupado la casa tras romper todas las ventanas. Cuando esta se derrumbe, deben de pensar, ya okuparán otra. Pero un país no es una casa: las de los vecinos ya están ocupadas.
Las fotos de la vicepresidenta del Gobierno de alegre cháchara con un prófugo deberían avergonzar a todos los españoles, aunque es obvio que no lo hacen porque si la alternativa es el PP, hasta un nuevo Frente Popular suena aceptable en la cabeza de muchos españoles. Pero incluso el más lento de los ciudadanos debería llegar por sí solo a la conclusión de que no parece buena idea vandalizar la casa en la que vives.