Ignacio Varela-El confidencial
Es obvio que no se debe disparar contra el capitán en pleno temporal. Pedro Sánchez y su Gobierno están al timón en la hora más confusa que han vivido generaciones de españoles
Es obvio que no se debe disparar contra el capitán en pleno temporal. Pedro Sánchez y su Gobierno están al timón en la hora más confusa y angustiosa que han vivido varias generaciones de españoles. Y como no hay tripulación de repuesto a la vista —ni, aunque la hubiera, sería momento de pensar en relevos a corto plazo—, lo único sensato que cabe hacer es que cada uno desde su puesto reme con todas sus fuerzas para salir cuanto antes de este torbellino infernal. Ya llegará la ocasión de hacer recuento de daños, demandar responsabilidades y, sobre todo, repensar un futuro que, digan lo que digan hoy desde el puesto de mando, tendrá poco que ver con la situación anterior a la irrupción en nuestras vidas del maldito virus.
Es cierto que los dos mensajes del presidente en esta semana, gélidos en el tono y burocráticos en el contenido, están muy lejos del modelo de liderazgo que resultaría deseable ante una crisis de esta dimensión. La sociedad está en ‘shock’. Sobrecogidos y acobardados por una sinuosa amenaza vital que pone en peligro a todos y escapa a nuestro control, asistimos estupefactos al apagón sucesivo de todas las estructuras del país: se clausuran la economía, la política, la actividad cultural y de ocio, el deporte, las calles se vacían… Y ni siquiera nos queda el recurso de reconfortarnos juntos, porque el consejo más insistente es encerrarse en casa y esperar, lo más alejados posible de los demás. Cada familiar, amigo o compañero de trabajo es un posible contagiador. Pocas veces adquirió tanto sentido la maldición de Sartre: el infierno son los otros.
En términos subjetivos, esta crisis es mucho más traumática para la moral colectiva que cualquier otra que hayan atravesado las generaciones que nunca vivieron una dictadura o una guerra. Mucho peor que el atentado del 11-M, que los cinco años del desgobierno o que la insurrección del 17 en Cataluña. El coronavirus de Wuhan nos pone brutalmente ante nuestra radical indefensión, y hace aletear el espectro terrorífico de lo que pueden llegar a ser la guerra o el terrorismo bacteriológicos.
En términos objetivos, estará por ver si la recesión que nos espera tras esta pandemia será más o menos destructiva que la de 2008. Lo más útil que podemos hacer mientras esperamos que la ciencia derrote al virus es prepararnos seriamente para lo que viene después. Y eso exige que los dirigentes políticos nos traten, por una vez, como adultos.
Lo más cuestionable del discurso de Sánchez no es que no muestre la fibra de grandeza de la que manifiestamente carece. Tampoco se me ocurre quién, en el actual páramo de la política española, podría ofrecer tal cosa. Conformémonos con que gestione honradamente la situación dentro de sus capacidades, que no repita disparates como el de la manifestación del 8-M y que siga contand
o, como hasta ahora, con la colaboración de las comunidades autónomas, la prudencia de la oposición y el civismo de la población. Y que él y sus ministros conserven la salud, porque los vamos a necesitar a pleno rendimiento.
Pero es ridículo que insista en la versión según la cual esta es tan solo una crisis sanitaria, un episodio grave pero pasajero que nos trastornará durante unas semanas pero, una vez superado, volverán los tiempos felices y todo regresará a su orden natural. Si no lo cree, malo; y si lo cree, peor.
El discurso del Gobierno de Sánchez tiene resonancias que traen a la memoria los de Zapatero en los dos primeros años de la Gran Recesión, hasta que el oleaje lo obligó a capitular ante la realidad, arriando todas sus banderas en aquella dramática sesión parlamentaria de mayo de 2010. Aprendamos la lección, por favor, y no perdamos dos años encadenando cosméticos ‘paquetes de medidas’ mientras llamamos a los brotes verdes.
Es un comportamiento adulto y productivo admitir que tras la primavera del coronavirus vendrá el otoño de la recesión y del repunte del desempleo. Que esta crisis transformará de nuevo, como lo hizo la anterior, la faz de nuestra sociedad y nos obligará a un esfuerzo colectivo gigantesco para salir adelante. Que nuestras estructuras políticas y económicas han quedado extremadamente debilitadas tras cinco años de parálisis política, imprevisión económica, deterioro institucional, cuestionamiento de los fundamentos del Estado de derecho, sectarismo partidista y demolición contumaz de los mecanismos de cohesión que amalgaman una sociedad.
Es adulto y productivo, sin necesidad de complacerse en la autoflagelación, aprovechar la cuarentena nacional para reflexionar sobre todo lo que dejamos de hacer o hicimos rematadamente mal durante el infausto lustro perdido. Por ejemplo, asumir de una vez que España no tiene salida si no se reconstruyen los puentes de la concertación política transversal para desempantanar las reformas pendientes desde hace demasiado tiempo (es increíble que dos meses después de haberse declarado la emergencia sanitaria, el líder de la oposición no haya aparecido por la Moncloa).
Todo, incluso lo de Cataluña, se verá distinto después del virus (¡hasta Torra se ha puesto a gobernar esta semana!). Quizás haya sido necesaria esta sacudida para extraer del organismo colectivo una parte del veneno acumulado durante los años del noesnoísmo.
El programa político y económico de este Gobierno ha quedado liquidado sin apenas estrenarse; en vez de desfilar, ahora le toca picar y cavar. El que nació autoensalzado con los loores de ‘Gobierno progresista’ se ve convertido en algo más pedestre, pero mucho más patriótico: un gabinete de crisis al que ninguna ayuda —insisto, ninguna— le sobrará. En ese papel, los próximos meses serán un prueba de fuego para la izquierda española y para la redención de Sánchez como un gobernante creíble, a la altura de su tiempo y de su país. De aquí saldrán ambos (la izquierda y Sánchez) encumbrados o condenados por la historia.
Mientras, solo queda hacer caso a los médicos, agradecer la existencia de internet y, por una vez, preferir la paciencia a la furia.