Miguel Barrero-El País
La economía, no la sociolingüística, es la que alienta las renivindicaciones nacionalistas
Los romanos trajeron el latín a la península Ibérica y el idioma fue aclimatándose al entorno. Su código asimiló vocablos preexistentes y de esa combinación entre la nueva norma culta y las palabras viejas nacieron dialectos que convivieron durante varios siglos. La filología considera que esos dialectos —gallego-portugués, asturleonés, castellano, navarro-aragonés, catalán, las distintas variantes mozárabes— adquirieron la categoría de lenguas cuando desapareció aquella que los había engendrado. Su evolución fue desigual y dependió mucho del peso político que iban adquiriendo sus respectivos ámbitos geográficos. Cuando Alfonso X sustituyó el latín por el castellano, este idioma asumió la hegemonía comunicativa en lo que tiempo después sería el Reino de España.
Que una lengua destacara no significa que las demás quedasen abolidas. Se mantuvieron vigentes en los territorios que las habían visto nacer. En unos casos de manera bastante débil, al quedar circunscrito su uso a áreas rurales y generalmente apartadas de los incipientes núcleos urbanos desde los que se gestionaban la gobernanza y los negocios, y en otros con más vigor, por gozar de una temprana tradición literaria y por contar con una burguesía que les dio uso en sus relaciones y sus tratos comerciales. Cabe recordar que el propio Alfonso X compuso sus Cantigas en gallego, y que Cervantes era un rendido admirador del Tirant lo Blanch que escribiera Joanot Martorell. El castellano mantuvo y consolidó su posición principal, pero sus lenguas hermanas se las fueron arreglando para sobrevivir, mejor o peor, y fijar una impronta en sus áreas de influencia.
El Antiguo Testamento ya hizo lo que pudo por presentar el plurilingüismo como una maldición bíblica. Franco, buen conocedor de la doctrina, dilapidó el intento de la II República de integrar de manera natural la diversidad lingüística en un mismo Estado. Las lenguas de España han sido protagonistas preferentes y siempre de manera injusta de cuantos conflictos territoriales se han venido desarrollando a partir de la Transición. Suele darse por hecho que los idiomas atraen al nacionalismo, cuando basta un mero repaso a la experiencia y la estadística para desarmar tal aseveración. De las seis autonomías que cuentan con lenguas cooficiales, solo en dos —Cataluña y Euskadi— ha gobernado de manera clara desde que se restauró la democracia un nacionalismo más o menos soberanista en función de las circunstancias. En las otras cuatro —Galicia, Navarra, Comunidad Valenciana y Baleares— ha sido el PP quien durante más tiempo ha manejado la batuta del poder. En tierras catalanas y vascas gozaba el nacionalismo de amplio predicamento desde mucho antes de que se declararan sus lenguas cooficiales. Poco hay que escarbar para concluir que es la economía, no la sociolingüística, lo que hace girar los goznes de sus reivindicaciones.
Tan valiosos resultan para nuestro acervo Calderón, Lorca, Pardo Bazán o Galdós como Ramón Llull, Rosalía de Castro, Gabriel Aresti o Fernán Coronas
Ello no impide que esos nacionalismos empleen las lenguas como cebo con el que captar nuevos adeptos y que en ocasiones la táctica dé resultado. Pero de eso no tienen la culpa los idiomas, sino quienes han permitido, por acción u omisión, que puedan llegar a convertirse en una razón para la afrenta. Lejos de congratularnos por el hecho de habitar un territorio donde la confluencia de culturas variopintas ha conformado un carácter diverso y fascinante, de buscar en el diálogo y el intercambio un lugar común en el que crecer y hacernos fuertes, nos obstinamos por levantar parapetos desde los que lanzar pedradas al vacío.
No queremos aceptar que la unidad nace de la suma de muchas particularidades, ni tampoco que las partes deben asumir un marco trazado desde el todo y ese todo, en justa correspondencia, tiene que perfilar un entorno en el que todas las partes encuentren acomodo. No somos capaces de interiorizar que tan valiosos resultan para nuestro acervo Calderón, Lorca, Pardo Bazán o Galdós como Ramón Llull, Rosalía de Castro, Gabriel Aresti o Fernán Coronas. Ni nos da por razonar que, si creemos que Galicia, Euskadi o Cataluña son parte de España, lo lógico es deducir que el gallego, el euskera o el catalán también son lenguas de España y que merecen ser reconocidas como tales. Que en aras de intereses políticos se cometan excesos con ellas, que se las vapulee o se las convierta en estandartes con los que arropar veleidades nada amables, no implica que tengan que ver menoscabado su derecho a existir, ni justifica el desprecio con el que tristemente las obsequian quienes las desconocen.
Miguel Barrero es escritor y periodista. Su última novela es El rinoceronte y el poeta (Alianza).