Agustín Valladolid – Vozpópuli
Es en momentos como este cuando emergen las fatídicas consecuencias de un nepotismo que ha pervertido el equilibrio de poder en el seno de las administraciones
Parece que Carlos Mazón se dispone a remodelar su gobierno con personas de perfil más “técnico”, mejor preparadas que las elegidas en primera instancia. Habrá quien diga que no hay mal que por bien no venga, y rubrique la conformidad. Pero no debiéramos transigir con tan poco. Los medios hemos sido cómplices de un fenómeno que explica en parte la desastrosa gestión de la Dana. Nuestras observaciones sobre la composición de los gobiernos, el de la nación, autonómicos o locales, se han centrado demasiado a menudo en la superficie, en medir el peso de esta o aquella familia política, o en las lecturas sobre las vendettas ejecutadas por quienes regresan al poder tras años en la oposición. Apenas nos hemos detenido en observar las consecuencias del corrimiento de tierras que provoca en las instituciones el desembarco de una nueva cohorte política.
Por el contrario, sí nos hemos entretenido en lo más morboso de cada cíclico relevo, descuidando por lo general aspectos mucho más definitorios de la calidad de los nuevos gobiernos, que son decisivos a la hora de evaluar sus capacidades como gestores de lo público. Hemos orillado el imprescindible análisis de la selección de personal en los segundos y terceros niveles de las administraciones públicas, sin tampoco prestar suficiente atención al progresivo desalojo de funcionarios experimentados, y altamente cualificados si nos referimos a los pertenecientes a los cuerpos superiores, en favor de los incondicionales del poder político entrante, cuyas aptitudes, en demasiadas ocasiones, y como por desgracia comprobamos a diario, dejan mucho que desear.
Los medios no hemos prestado atención al progresivo desalojo, en los segundos y terceros niveles de las administraciones públicas, de funcionarios experimentados en favor de los más cercanos al poder político de turno
Los medios tenemos que asumir nuestra parte de culpa. Pero no somos los únicos. Como señalaba aquí el ingeniero de Caminos, Canales y Puertos Ángel Barriga, “hay una dejación de contrapoder de la función pública respecto a los políticos”. Los altos funcionarios del Estado parecen haber interiorizado aquello que dicen que Franco le soltó a José María Pemán: “Haga usted como yo, que no me meto en política”. Pero ni eso. Un sector de la elite administrativa, central y autonómica descubrió hace tiempo que arrimándose al poder político de turno se puede llegar muy alto; y muy rápido. Entretanto, la mayoría sigue mirándose el ombligo, sin decir palabra, acomodada en su nivel 30 y sus complementos específicos.
Los altos funcionarios son conscientes del deterioro que sufren las administraciones, comparten la opinión de los expertos que claman en el desierto contra “un empleo público cuarteado, envejecido, vicarial, con estándares de profesionalización y vocación de servicio público descendentes, endogámico, bulímico en derechos y anoréxico en valores, contaminado en su imparcialidad por una política depredadora”. Pero no hacen apenas nada por evitarlo. Podían, por ejemplo, haber cuestionado un nuevo marco normativo que sigue condicionando la profesionalización de la Administración General del Estado a las necesidades del poder político de turno. Pero nada han dicho, quizá porque confunden lealtad institucional con sumisión partidaria. O no los hemos oído.
Nunca sabremos cuántas víctimas se habrían evitado de haber estado la gestión de los momentos críticos de la catástrofe, como ocurre en otros países de nuestro entorno, en las manos de auténticos expertos
El oneroso silencio de funcionarios y de los sindicatos con peso en las distintas administraciones, su asimilación, con aparente normalidad, de la politización de los niveles más altos del escalafón y del subsiguiente declive de la calidad de muchos de los servicios prestados, es una de esas anomalías ya enquistadas que acaban convirtiendo a un país en un actor secundario. La Administración no solo debe ser parte esencial de la sociedad civil; es que de su eficacia y neutralidad depende en gran medida el progreso del Estado al que ha de servir. Y cuando se examinen a fondo los errores cometidos por los poderes públicos en el antes, durante y después de la Dana que ha asolado más de 500 kilómetros cuadrados de la provincia de Valencia, probablemente sabremos hasta qué punto el arrinconamiento de los técnicos de carrera en favor de interinos o fijos no suficientemente cualificados ha multiplicado los efectos del siniestro.
El desplazamiento de expertos que ocupaban puestos clave en el engranaje administrativo para hacer sitio a esos interinos o a funcionarios ideológicamente más alineados no es nuevo. Ni en la Administración General del Estado ni en las Comunidades Autónomas. Pero es en momentos como este cuando emergen las fatídicas consecuencias de un pernicioso y extendido nepotismo que ha pervertido el equilibrio de poder y el reparto idóneo de atribuciones y competencias en todas las administraciones. ¿Por qué no hubo durante las horas críticas del desastre ningún relevante funcionario de la Generalitat capaz de interrumpir la larga comida de trabajo de Carlos Manzón?
No es posible saber cuántas víctimas se habrían evitado de haber estado la gestión de la catástrofe, como ocurre en otros países de nuestro entorno, y sin que a nadie se le ocurra hablar de antipolítica, en manos expertas. No, eso ya no va a ser posible. Pero lo que es seguro es que si los políticos continúan pensando exclusivamente en el corto plazo y los altos funcionarios no asumen que la obediencia debida termina donde empieza su compromiso con el bienestar general, y se mantienen en una confortable pasividad sin exigir que se corrija de inmediato esta mortal anomalía, lo más probable es que, antes o después, lo de Valencia, da igual en dónde y en qué proporción, vuelva a repe