IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El punto más débil del sanchismo, sus amistades antipáticas, ha quedado expuesto con crudeza al alcance de cualquier mirada

En condiciones normales, un jefe del Gobierno en claro desgaste habría depositado el peso de estas elecciones en sus presidentes autonómicos y alcaldes. Gente que con mayor o menor fortuna pueda presentar a sus vecinos una gestión razonable, alejada en lo posible de la crispación que domina las instituciones nacionales. Personas de talante sensato como el sevillano Muñoz, el extremeño Vara o el manchego Page. Pero eso es no conocer a Sánchez. El presidente es un aventurero de la política que sólo entiende el liderazgo en términos polarizadores, personalistas, plebiscitarios, y cuyo carácter narcisista afirmarse por encima de las cualidades individuales de los verdaderos candidatos. Por eso se ha echado la campaña a cuestas, decidido a ignorar la evidencia de su rechazo, convencido de que su presencia taumatúrgica obrará el milagro de dar la vuelta a un resultado que todas las encuestas independientes acercan al fracaso.

En principio, y a salvo del concepto sobrevalorado que el personaje tiene de sí mismo, el plan tenía cierto sentido. Se trataba de combatir el deterioro de la imagen de marca con un reparto masivo de fondos y transferencias de renta desde el Consejo de Ministros. Compensar la tendencia a la baja a base de puro clientelismo y apabullar a la oposición mediante el habitual despliegue de recursos propagandísticos. Con un poco de suerte podía funcionar, pero entonces irrumpió Bildu con sus listas cargadas de asesinos y terroristas convictos. Y de repente, los barones territoriales y hasta los humildes monterillas de pueblo se vieron convertidos en cómplices pasivos del pacto de su líder con el más repudiado de los partidos. El debate electoral ya no va de la sequía, el transporte, la sanidad o el arreglo de las aceras sino de la connivencia gubernamental con los herederos de la ETA. El factor de proximidad local ha quedado diluido en la relación con unos socios incapaces de renunciar a la reivindicación de su ejecutoria sangrienta.

Todo lo que los socialistas querían alejar de la vista de los votantes lo tienen ahora delante de la cara. La compañía de Sánchez en los mítines, ya de por sí comprometida dada su impopularidad contrastada, se ha vuelto una carga. Los rivales han mordido en carne y no van a soltarla porque saben que, aunque la influencia del escándalo en las urnas está por medir, en las filas contrarias se ha abierto una visible brecha de desconfianza. El punto más débil del sanchismo, que son sus antipáticas alianzas, ha quedado expuesto con crudeza al alcance de cualquier mirada y va a resultar muy complicado ocultarlo con anuncios de nuevas derramas o cualquier humareda de distracción circunstancial que pueda prenderse en la última semana. Tenía que ocurrir y ha ocurrido; cuando se eligen las amistades entre lo peor de cada casa existen muchas probabilidades de acabar en una situación problemática.