Miquel Escudero-EL IMPARCIAL
Sigo el fútbol, pero con poca afición. La asombrosa victoria del Real Madrid sobre el Manchester City ha vuelto a sacar asuntos del fondo del armario social. Me he enterado de que una emisora de radio barcelonesa retransmitió ese partido jaleando al City como si fuera el Barça; he escuchado un audio de tres minutos muy divulgado. El entusiasmo de los locutores se desbordó con el gol del equipo ‘petrodolarí’ (incluyeron un viva Argelia que sonaba a rechifla; me entero de que el padre del autor del gol, el francés Riyad Mahrez, era argelino). Los sucesivos y seguidos goles del Real Madrid fueron recibidos con una tristeza insuperable y ridícula, nada profesional.
¿Simpatizaban de veras estos locutores con Inglaterra o con Argelia? Sólo daban rienda suelta a una todopoderosa obsesión: la de interpretar todo en clave tribal: El Madrid es el enemigo a batir y, además, el City es el equipo de Guardiola (visto antes como adalid de la causa independentista, o separatista, que como figura de la élite futbolística; en cualquier caso, aupado como símbolo supremacista).
Es cierto que no insultaron a nadie, lo que no es un mérito sino un deber. Pero así, con este estilo, se consiguen amigos en toda España de lo catalán y del catalán, idioma en el que se expresaban con zafiedad. Por supuesto, también en la misma Cataluña, de cuya pluralidad el discurso del establishment hace caso omiso. Así, todos nos haremos grandes, fuertes y cohesionados.
Leyendo al periodista Alejandro Tercero, me acabo de enterar de que un cabo de la Guardia Urbana de Barcelona ha ganado un recurso judicial contra el Ayuntamiento de la Ciudad Condal, que preside Colau. Se le impidió hablar en castellano en una prueba oral de promoción a sargento. De modo que ahora la prueba se deberá repetir. El cabo recibió pleno apoyo por parte del CSIF y ninguno de la UGT, distinguida por su beligerancia contra el bilingüismo escolar en Cataluña. Son innumerables los agravios que se suceden sin ruido, y a los que hay que responder apelando no sólo a la sensatez y a la ecuanimidad, sino también al Estado de derecho.
Recuerdo la impresión que me produjo un libro de memorias de Raimund Pretzel, Historia de un alemán. Este escritor ‘ario’ huyó de Alemania en 1938, con treinta años de edad, y adoptó en Inglaterra el pseudónimo Sebastian Haffner, con el que es conocido. Regresó años después de acabada la Segunda Guerra Mundial. Me voy a fijar aquí sólo en algunas de las cosas que escribió en 1939.
El país al que se sentía unido, en el que se encontraba en casa y caracterizado por el respeto a lo particular y distinto, a la generosidad y a la libertad, estaba siendo destruido y pisoteado por los nacionalistas: Alemania dejó de ser Alemania, sostenía. Y anotó: “El nacionalismo, es decir, la autocontemplación y egolatría nacional, es en todas partes una enfermedad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afear los rasgos de una nación, igual que la vanidad y el egoísmo desfiguran y afean los rasgos de una persona”.
Antes de irse, Haffner confesaba que prefería abrir un estanco en Chicago antes que llegar a secretario de Estado en Alemania. Hacía tiempo que le parecía “simplemente asqueroso y repugnante” el autobombo nacional, “la manipulación onanista en torno al pensamiento alemán, al sentimiento alemán, a la lealtad alemana, el hombre alemán, el ¡sé alemán!”. No quería orientar toda su vida en torno a unas líneas que le avergonzaban, ni, por supuesto, estaba dispuesto a proclamar mi familia por encima de todo.
Ni qué decir tiene que me identifico con estas últimas frases, que traslado hacia mí para interpretar hastío por la usurpación que los señores de la tierra hacen de la múltiple condición catalana o española.