ABC 28/04/13
JESÚS LILLO
Hasta que el entorno etarra decidió utilizarlos como material propagandístico, lo más próximo a los ángeles que había a mano eran los niños, tradicionalmente utilizados en actos públicos como portadores de una inocencia más o menos verosímil y ajena al mundo de los adultos. Sin malear, los niños venían cumpliendo los estándares de candor necesarios para sacar una papeleta en una rifa o, a lo grande, soltar una paloma en la ceremonia inaugural de un Mundial de fútbol. Para esas tareas estaban los niños en la vida pública hasta que el extrarradio de ETA, ahora institucionalizado, quiso aprovecharlos para blanquear la herencia —legítima, sanguínea— de la banda terrorista. Meter a dos niñas en un barrizal como el de los galardones «a la paz y la reconciliación», como hizo el pasado viernes el Ayuntamiento de Guernica para premiar a Otegi o Eguiguren y, sobre todo, ignorar a las víctimas de ETA, no solo expresa la naturaleza ruin del submundo abertzale, bien conocida, sino su intención de profanar el último símbolo de pureza que en el peor de los casos y a modo de seguro de vida le podría quedar a cualquier sociedad civilizada: su infancia. Denunciaba ayer la hija de Isaías Carrasco, concejal socialista asesinado en 2008, la actitud connivente del presidente del PSE con los proetarras, cuyos conciliadores premios son el certificado de adhesión a una causa que por otras vías y sin mediar palabra se llevó por delante a cientos de inocentes. Sandra Carrasco lamenta y condena el papel que Eguiguren juega en el proceso de domesticación de ETA, simple y accesoria traición social que no pasa de ser un pecado venial ante la mayúscula perversión que representa ceder a su propia hija para protagonizar el anuncio de una posguerra falsa y aberrante. Confundir la paz con lo que ahora vende ETA es tan atroz como obligar a un niño a crecer de golpe, obligándolo a portar un premio que certifica y pregona la peor mentira.