Rubén Amón-El Confidencial
El Gobierno aprovecha el estado de alarma y la debilidad de la prensa para suscitar un estado de propaganda y de opacidad impropio de una democracia aseada
A simple vista se parecen. La mascarilla y la mordaza, quiero decir. Ocultan parcialmente el rostro. Recubren la boca y la nariz. No incomodan la vista. Y ambas impiden hablar fluidamente, aunque la mordaza es más estricta en términos conceptuales y técnicos. Se utiliza para hacer callar.
La mascarilla, en cambio, suele emplearse por razones profilácticas. Previene del contagio, nos defiende de los virus, aunque no haya sucedido así con algunas partidas que ha distribuido el Ministerio de Sanidad. Quizá porque Sánchez no termina de diferenciar las mascarillas de las mordazas. Le proporcionan ambas el sueño húmedo de una sociedad civil enmudecida y sumisa, razón por la cual el estado de alarma ha degenerado en un estado de excepción. No ya por los excesos del arresto domiciliario o de las sanciones, sino porque la emergencia sanitaria ha servido de excusa para inducir un estado de propaganda y de verdades dogmáticas a expensas de la libertad de expresión y de las garantías democráticas elementales.
El estado de alarma reviste al Gobierno de tantos poderes que Sánchez debería administrarlos con extraordinario escrúpulo. Sucede lo contrario. La pulsión cesarista de nuestro presidente tanto ha exagerado las prerrogativas concretas como ha profanado otras. Ninguna más clara en este sentido que la distribución de mordazas y consignas. Sánchez es consciente de la permeabilidad de la sociedad en un estado de sugestión y conoce mejor todavía la debilidad de la prensa, no solo atormentada por los nuevos paradigmas informativos y tecnológicos sino escarmentada por la ferocidad de la crisis publicitaria, hasta el extremo de que la resaca del coronavirus compromete la viabilidad de muchos medios informativos.
No es esta una defensa corporativa del periodismo, sino una advertencia de los peligros que corre una democracia cuando los medios de comunicación se resienten de un hábitat hostil y de una precariedad financiera. Sánchez y sus alfiles son conscientes de la encrucijada, razón por la cual han decidido instalar un sistema mediático de propaganda y manipulación que exige lealtad y sumisión. Ni siquiera disimula el Gobierno sus objetivos de información oficialista.
Tezanos cumplió con su deber de activista inculcando en la sociedad las conveniencias de una política mediática unívoca e irreprochable. Y Miguel Ángel Oliver persevera en las ruedas de prensa amañadas, por ejemplo, cuando el lunes se hurtó a los periodistas conocer las razones por las que el general Santiago había expuesto la consigna gubernamental del edulcoramiento de la realidad. Los muertos se han convertido en un número hueco. Y los medios afectos al sanchismo propagan incansables la España solidaria y ardorosa.
El propio Sánchez se relame en su paternalismo y oratoria castrense. No ya incurriendo en alegorías ridículas, sino convirtiendo las metáforas militares en un atajo para neutralizar el contrapeso del cuarto poder. Nadie mejor para zarandearlo que Pablo Iglesias. “A mí, dadme los telediarios”, reclamaba el líder de Podemos años antes de ser ungido vicepresidente.
La profecía ya ha empezado a cumplirse. No hay suficientes mascarillas. O han llegado tarde. O funcionan mal, pero las mordazas se están distribuyendo con extraordinaria diligencia, de tal manera que las soluciones analgésicas permiten al Gobierno sortear las preguntas incómodas a medida de un ‘slalom’ alpino: ¿por qué España lidera las estadísticas de mortalidad en proporción a su población? ¿Por qué sucede lo mismo con los sanitarios infectados? ¿Por qué otros países vecinos han empezado la desescalada mientras el nuestro va camino de otra prórroga? ¿Por qué las perspectivas de desempleo y recesión son en España muy superiores a las de los Estados de su contexto? ¿Por qué España encabeza la siniestralidad en las residencias? ¿Por qué todavía no hay medidas de protección suficientes para los sanitarios? ¿Por qué nuestro presidente no ha buscado obstinadamente el consenso de las fuerzas opositoras? ¿Por qué hemos reaccionado tan tarde a la pandemia y seguimos improvisando las soluciones? ¿Por qué no existe la menor armonía con las políticas autonómicas? No hay forma de encontrar una respuesta convincente a unas y otras preguntas, menos aún con la mordaza convenientemente ajustada. El estado de alarma constituye una medida extrema que se justifica en la emergencia sanitaria, pero que corre el peligro de coartar el papel de la prensa y de los jueces como garantes de un Estado de derecho que Sánchez observa con la lira entre sus manos.