ABC 15/03/13
CARLOS HERRERA
Todo se hace nauseabundo cuando Pujol muestra la faz más falsa de su persona
EMPIEZA a reventarme hablar o escribir de asuntos relacionados con Cataluña casi tanto como a mis lectores leer o escuchar reflexiones al respecto de un asunto enconado que amenaza con separar a golpes de azada a varias comunidades razonablemente relacionadas a través de los años. Hablar de la cansina temática catalanista en cualquier rincón del resto de España —y de la propia Cataluña— es garantizarse el hastío o la tensión innecesaria. Pudiendo hablar del nuevo Papa, ¿quién va a querer hablar de Jordi Pujol? Lo razonable sería escribir hoy acerca de aquella tarde bonaerense en la que un grupo de periodistas españoles charlamos con el arzobispo de la diócesis platense, llevándonos una impresión de órdago acerca de aquel cura sencillo y brillante que nos describía las pequeñas tragedias argentinas con precisión milimétrica. O hablar de la clarividencia con la que dibujaba los perfiles del cardenal argentino el extraordinario cardenal español Amigo Vallejo, ese Papa que se pierde la Iglesia Católica. O divertirse con las cuitas que hacen zozobrar al pobre Pérez Rubalcaba, que está pasando un quinario que ni Cristo en el Gólgota. O aventurar acerca de los ministros quemados del Gobierno de Rajoy, víctimas de una próxima crisis. Pues no, la contumacia de algunos columnistas como este que está volcado sobre estas teclas, hace que el repetitivo y aburrido asunto catalán sea objeto de lectura de usted, sufrido lector, que cada vez que asoma la temática suelta un bufido y se pone a otra cosa.
El Instituto de Estudios Económicos ha presentado unas interesantes conclusiones agrupadas bajo el título «La Cuestión Catalana, Hoy». Viene a decir lo que suponemos todos, que la independencia unilateral de Cataluña tendría unas consecuencias desastrosas para la vida diaria de los ciudadanos catalanes, los cuales sufrirían la penuria empobrecedora que todos imaginamos. Nada que pueda sorprender a cualquier persona con dos dedos de frente. Jordi Pujol, presidente perpetuo de la catalanidad, ha añadido, con razón, que el resto de España también saldría perjudicada, conclusión a la que se llega sin necesidad de ser un lince. Es evidente que Cataluña sería viable, antes o después, como lo podría ser cualquier región medianamente industrializada, pero nadie sopesa el tiempo mediante entre una cosa y otra. Y nadie descarta el roto que le supondría al resto del país el desencaje de una parte esencial de su prosperidad. España, como tal, también saldría adelante, pero no sin dejar rastro de su fractura en el camino. Sin embargo, todo se hace nauseabundo cuando Pujol muestra la faz más falsa de su persona: «Yo, que nunca he sido independentista, ahora votaría SI en un referéndum por la independencia». Es, evidentemente, mentira. Pujol siempre ha sido independentista. Siempre. Con más o menos disimulo pero siempre. Y ha trabajado para conseguir el objetivo de desagrado social y desapego personal que hoy se experimenta en Cataluña. Y ha educado a dos o tres generaciones de jóvenes catalanes para que brotaran independentistas desde la factoría de las escuelas. Y ha tensionado las estructuras para hacer de la población catalana un conglomerado de permanentes agraviados.