Tras la manifestación del pasado domingo, los dirigentes de Batasuna han advertido que la paz no depende de las conversaciones entre ETA y el Gobierno, sino de los frutos que ofrezca la mesa de partidos. El problema es la distancia a la que las pretensiones de los terroristas se sitúan respecto a una sociedad plural, sus leyes vigentes y los cauces para su modificación.
La búsqueda de soluciones o salidas a los conflictos institucionales y a los problemas que afectan a la convivencia, tanto en el País Vasco como en el conjunto de España, está afectada por la desmemoria. Cada vez que surge una idea que se pretende novedosa suele ser más muestra del adanismo de quien la propone que fruto de una verdadera innovación en la ingeniería política. Es lo que viene ocurriendo desde hace años frente al terrorismo. La primera vez que se formuló la idea de las dos mesas, una para que el Gobierno trate con ETA de la situación de sus activistas y otra para abordar el diálogo sobre cuestiones políticas entre los partidos representados en las instituciones, fue en 1984. Claro que por entonces ETA continuaba presentándose a sí misma como la voz auténtica de los intereses y aspiraciones del pueblo vasco, por lo que ni siquiera tuvo en cuenta aquella propuesta. Sin embargo, hoy parece que la idea de las dos mesas es, sobre todo, una idea de la izquierda abertzale que Batasuna hizo pública en el Velódromo de Anoeta en noviembre del 2004.
En realidad, en torno a las dos mesas -la técnica y la política, como se han denominado- concurren intenciones muy dispares, incluso contradictorias. Aunque el «alto el fuego permanente» que ETA anunció el pasado 22 de marzo y al parecer cumple por ahora puede acabar dando carta de naturaleza a dicha fórmula, no parece que su mero enunciado sirva para sortear las muchas dificultades que entraña y las dudas que suscita. De la misma forma que el alto el fuego ha cambiado el clima general y abierto una puerta a la esperanza, también es cierto que ha situado a instituciones, partidos y a la propia ETA ante el vértigo que siempre supone acercarse al momento de la verdad. Lógicamente, las mayores dudas se refieren a lo que ETA quiera hoy o pretenda mañana. También a lo que quiera y pretenda con esa mesa a la que, según el esquema de partida, se sentaría. Ya lo que desde esa mesa pretenda proyectar hacia la otra, la conformada por los partidos políticos.
¿Puede, debe, conviene que un Gobierno legítimo se siente formalmente en torno a una mesa con ETA? La situación es enormemente delicada habida cuenta de que en anteriores ocasiones ETA se ha jactado de utilizar las treguas y los contactos con los gobiernos como instrumentos al servicio de su lucha. Incluso en 1989 llegó a decir que constituían formas inherentes al uso de la lucha armada. La conformación ritualizada e inevitablemente pública de una mesa a la que se sienten una banda terrorista por un lado y un Gobierno constitucional por el otro sugiere tal bilateralidad, tal paralelismo, que siempre podrá acabar envalentonando a ETA en tanto que ésta se crea legitimada por la propia escena para mantener o elevar el listón de sus exigencias. Pero ese riesgo resulta especialmente difícil de eludir, porque también el Gobierno necesita ritualizar el encuentro con la banda terrorista para asegurarse una cierta puesta en escena que comprometa a ésta, para empezar, ante sus activistas y seguidores.
Han sido ya varias las voces que han hecho hincapié en la idea de diferenciar el cometido de ambas mesas a través de su distanciamiento temporal, de forma que el diálogo político quedara sujeto a una suerte de moratoria, a la espera de que instituciones y opinión pública estén seguras de la irreversibilidad del «alto el fuego permanente». En ese sentido se ha manifestado Josu Jon Imaz. El planteamiento parece acertado para no admitir que la decisión de ETA esté supeditada al resultado previo del diálogo entre los partidos. Resulta preocupante que tras la manifestación del pasado domingo en Bilbao los dirigentes de Batasuna hayan advertido que la paz no depende de las conversaciones entre ETA y el Gobierno, sino de los frutos que ofrezca la mesa de partidos.
Está claro que la cuestión no es metodológica. El problema es la distancia a la que las pretensiones de los terroristas, de la izquierda abertzale o de cualquier formación que juegue al oportunismo con el alto el fuego se sitúan respecto a la realidad de una sociedad plural, de unas leyes que no son otras que las vigentes y de unos cauces de modificación de éstas que exigen amplios consensos y bastante lentitud. El alto el fuego de ETA ha supuesto alivio y ha dado lugar a un nuevo clima. Pero eso no significa que la posible desaparición del terrorismo induzca a un cambio en el pensamiento de los ciudadanos y en su voluntad política. Es ahí donde una y otra mesa encuentran sus límites.
Si, a pesar de todos sus riesgos, el Gobierno precisa ritualizar en torno a una mesa formal el diálogo «con quienes hayan renunciado a la violencia», la otra mesa, la de los partidos, exige también una plasmación institucional que evite suspenderla en el limbo pretendido por quienes insisten en dar paso a un diálogo «sin límites ni condiciones». Por quienes abonan el falaz anhelo de que todo, absolutamente todo, sea posible, con la advertencia añadida de que mientras todo no sea posible, nada de lo posible les comprometerá.
Kepa Aulestia, LA VANGUARDIA, 4/4/2006