FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

 

En El arte de la mentira política, el médico y satírico escocés John Arbuthnot hace una mordaz crítica de los dos partidos hegemónicos –los Whigs y los Tories– de la Inglaterra del XVIII. Partiendo de que existe una disposición fisiológica del ser humano al engaño, este polímata define la política como «el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con un buen fin». Hecho este aserto de fácil suscripción pública, establece diferentes sofisterías. Así, junto a la «mentira calumniosa» o a la «mentira por aumento», refiere la «mentira por traslación», esto es, la que transfiere el demérito de una mala acción a los demás.

En España, lo ejemplifica el presidente en funciones, Pedro Sánchez. Una vez que no le ha quedado otra que poner boca arriba las cartas tapadas desde la noche del 28-A y de forzar una reedición electoral el 10-N con la que anhela engordar los 123 escaños cosechados hace cinco meses, carga sobre espaldas ajenas un fiasco que él ha perseguido deliberadamente. Como él mismo, por cierto, le afeaba a Rajoy cuando se hallaba en parecido trance tras los comicios de 2015. Con una salvedad, no nimia.

A diferencia del otrora inquilino de La Moncloa, que precisaba de la abstención del PSOE para desbloquear su investidura, Sánchez ha podido hacerlo a izquierda y a derecha. Bien con su declarado «socio preferente» Unidas Podemos, bien con Ciudadanos remozando el Pacto del Abrazo de 2016 con Rivera. Para negar tamaña evidencia, Sánchez reacciona con la desenvoltura que Jonathan Swift, coetáneo de Arbuthnot, aleccionaba en sus Instrucciones a los sirvientes: «Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre insolente y descarado, compórtate como si fueras la persona agraviada».

En esta «gran timba nacional», de la que hablaba un Unamuno repuesto cinematográficamente por Amenábar con su reciente estreno sobre el sabio vasco, Sánchez iba de farol camuflando su decisión de ir a una reedición electoral que, a modo de segunda vuelta, le permita gobernar libre de pies y manos. Pero sin que los españoles tengan claro qué pretende hacer con ese hipotético cheque en blanco. Con un gobernante carente de principios y exento de escrúpulos, cualquier temeridad puede tener cobijo.

Nunca quiso pactar con aquellos a los que escogió como socios preferentes tras escuchar desde el balcón de Ferraz cómo sus corifeos, cual eco de sus deseos, coreaban «con Rivera no». Al tiempo que se volvía hacia su mujer lanzándole una sonrisa cómplice, les respondía complacido: «Yo creo que ha quedado bastante claro, ¿no?».

En su sobreactuación con Unidas Podemos, Sánchez pudo quedar atrapado en su juego al ofrecerle lo que no estaba en los escritos tratando de desnudar a Pablo Iglesias. En un impropio gesto de contención por parte de este último, el líder podemita asumió quedarse fuera del gobierno de coalición. Pero, como un ludópata que cree estar en racha de buena suerte y no quiere desperdiciarla, a éste le creció el ojo. Después de arrancar una vicepresidencia y tres ministerios, se llenó de codicia al reclamarle en el camarote de la negociación «… y dos huevos duros», al modo de Chico Marx en Una noche en la ópera.

Si el político pegado a una coleta se hubiera plantado, en vez de hacer saltar la banca, Sánchez habría tenido que transigir temporalmente con esa cohabitación al aguardo de, con cualquier excusa, acometer unas nuevas elecciones, no en otoño, como ahora, pero tal vez sí en primavera. Es lo que aconteció en la Francia del socialista Mitterrand en 1981 tras entrar cuatro ministros comunistas en un gabinete de coalición. Sus desastrosas medidas económicas –especialmente la nacionalización de la banca– sirvieron de antídoto a González cuando el naufragio de la UCD le franqueó el umbral de La Moncloa. Ello no evitó la tentación del simulacro a través de la expropiación del imperio Rumasa coaccionando a un Tribunal Constitucional que, desde entonces, arrastra aquel pecado original.

Cuando la otra noche compareció en La Sexta Sánchez para argüir que, caso de haberse substanciado el gobierno de coalición que él mismo ofrendó a Iglesias, «sería un presidente del Gobierno que no dormiría por las noches», conviene preguntarse quién llevó a la alcoba a su enemigo íntimo dependiendo de la estación del año. Lástima que su entrevistador Ferreras no rescatara de la videoteca la declaración que, en noviembre de 2017, le hizo a Évole. A modo de mea culpa que le redimiera para la historia, un defenestrado secretario general del PSOE le transmitía, en tono compungido para darle verosimilitud, que «me equivoqué al tachar a Podemos de populistas» y que «el PSOE tiene que trabajar codo con codo con Podemos». No había sabido «entender el movimiento que había detrás de Iglesias, la cantidad de gente joven que quiere renovar la política» y lamentaba no haber extendido a Podemos su pacto con Cs.

Al cabo de dos años escasos, Sánchezstein, el político al que la moción de censura Frankenstein rescató de la noche de los tiempos, el hombre de las mil y una caras, en un movimiento de travestismo, aparenta caerse del guindo con Podemos. Lo hace tras acudir a las elecciones de abril con un programa de bases común con la formación de Iglesias, de designarlo socio preferente cuando se abrieron las urnas, de aparejar gobiernos entrambos en ayuntamientos y autonomías en mayo, y de brindar un gabinete de coalición en junio. Para quitarle el sueño, vamos. Después de cobrarse estas ganancias, como el capitán de la gendarmería francesa en la película Casablanca, se escandaliza de que, en el café de Rick de la política española, se juega.

Sánchez no tenía el menor interés de pactar su gobierno con Iglesias. Como tampoco con Rivera. Éste se movió con audacia ofertándole una salida a la desesperada, una vez oficializada la ruptura de hostilidades entre el PSOE y UP. Lo hizo con el exclusivo objeto de desenmascarar al candidato socialista y evidenciar que no está dispuesto a dar marcha atrás en su pacto navarro con Bildu, ni a comprometer su acción futura en Cataluña.

Así como tampoco a deshacer el sablazo fiscal que prepara tras una campaña en la que volverá a tirar del presupuesto para granjearse los votos que precisa y en la que dispondrá de todo el aparato de poder a su servicio, como ya hiciera hace cinco meses. Cuando España establece un hito con sus cuartas elecciones legislativas en cuatro años, el candidato persigue –«gratis total»– que los contribuyentes le sufraguen los décimos de lotería que fuere menester hasta obtener, al fin, el premio gordo del sorteo del 10-N.

Pensar que, si los electores le hacen el caldo gordo el 10-N, lo que no ha ocurrido esta semana en Israel con Netanyahu tras echar los dados al cabo de cinco meses de vencer las elecciones, hará lo que ahora no ha estado dispuesto a hacer: bien un gobierno de coalición con PP, bien con Cs, es no conocer la naturaleza de Sánchez. Como Rajoy no quiso reparar en su aguijón de escorpión, pese a su visibilidad.

Porque lo que éste busca es una entente en Cataluña con el separatismo (ERC) que reconduzca políticamente la sentencia que, antes de que concluya octubre, emitirá el Tribunal Supremo sobre el intento de golpe de Estado del 1 de octubre de 2017. Sin olvidar su ayuntamiento con un PNV que, poniendo una vela a Dios y otra al Diablo, quiere sumar a su independencia económica de España a través del concierto económico su práctica independencia política gracias a ese eufemismo denominado concierto político que promueve a pachas con Bildu, mientras sus socios de gobierno del PSE silban distraídamente.

Con la serpiente crecida al calor de sus venideras víctimas, los filoetarras no se recatan, además, de plantear en el Parlamento vasco que los constitucionalistas de PP, Cs y Vox no puedan hacer campaña en el País Vasco. Tratan de dar carta de legalidad a lo que ya pugnan por la fuerza y con el amedrentamiento criminales. Por contra, como el PSOE ya se ha hecho perdonar por el brazo político de la banda terrorista ETA desde las negociaciones de Zapatero en adelante hasta su abrazo en el Parlamento navarro para que la socialista Chivite presida la comunidad foral, ya lo estiman como uno de los suyos. Ello hace remover de sus tumbas los restos de aquellos heroicos socialistas acribillados cobardemente por esos pistoleros enaltecidos al abandonar su reclusión.

Por eso, Sánchez no podía aceptar la condición básica que le puso Rivera con relación a Cataluña y a Navarra. Atendiendo a sus volteos de campaña, cualquier cosa es posible, por sorprendente que sea, en el aspirante socialista. En su devenir político, han transitado de aseverar que «en Cataluña no hay un problema de definición», como hizo en su primera etapa como secretario general, a transmitirle a Évole que «España es una nación de naciones y Cataluña es una nación dentro de otra nación que es España, como lo es también el País Vasco, y esto es algo de lo que tenemos que hablar y reconocer»; para retornar la otra noche, ya en modo electoral, a la casilla de partida.

Lo cierto es que, tras apostar por «perfeccionar el reconocimiento del carácter plurinacional del Estado apuntado en el artículo 2 de la Constitución» o de rubricar la Claudicación de Pedralbes con Torra, cuando antes lo tenía por «el Le Pen catalán», esconde la estación término. Como echa tierra igualmente sobre el hecho indubitado de que si acomete estas segundas elecciones nuevamente como presidente en funciones es porque así lo facultaron los independentistas, junto a los podemitas. Mediante la moción de censura de mayo de 2018 contra un pasmado Rajoy por medio del puñal de la traición de una sentencia torticera del juicio sobre una pieza del caso Gürtel. Acudió como testigo y salió condenado en la práctica sin necesidad de que lo explicitara una sentencia como es de ley. Bastó un mero juicio de valor del ponente en el sentido de que no le había parecido convincente su declaración para, sin necesidad de deducir testimonio, periclitar su carrera política.

El buen conformar del español medio puede hacer que esté predispuesto no ya a aceptar pulpo como animal de compañía, sino a votar al cefalópodo por desistimiento. Advertido debiera estar, no obstante, sobre quien, después de desestabilizar la política española, se ofrece como factor de estabilidad desde una supuesta centralidad. Alcanzada tal impostura, habría que aplicarle el célebre epigrama del canario Juan de Iriarte: «El señor don Juan de Robres,/ con caridad sin igual,/ hizo este santo hospital/ pero antes hizo los pobres». Actitudes como éstas llevaban al escritor católico por excelencia Chesterton a exclamar: «¡Dios nos libre de los filántropos!».

Sánchezstein desatiende el consejo de John Arbuthnot en El arte de la mentira política. Quien fuera galeno de cabecera de la reina Ana de Gran Bretaña recomendaba a los políticos que no se creyeran sus particulares embustes. Un exceso de celo en el ejercicio del arte de la mentira podría hacer que algunos tomaran por ciertas sus propias patrañas y que intentaran resolver los asuntos de Estado en función de las engañifas que ingeniaron para satisfacer sus ambiciones de poder.

Lo hacía a sabiendas de que, en la práctica, era materialmente imposible encontrar políticos capaces de hacer semejante esfuerzo de contención. Mucho menos cuando el mayor de los mentirosos cuenta con crédulos a machamartillo en sociedades teleadictas con memoria de pez, cuya retentiva de homo videns dura lo que va de un telediario a otro.