Las muertes que más duelen

EL CORREO 01/11/13
JUAN LUIS DE LEÓN AZCÁRATE, PROFESOR DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE DEUSTO

· El mejor homenaje que se les puede hacer a las víctimas es no renunciar a los valores por los que perdieron su vida

Pese a que es una evidencia que se nos impone a todos, o quizá por eso mismo, la muerte no suele ser últimamente objeto de debate intelectual. Plantear su sentido (o falta del mismo) pudiera parecer una pérdida de tiempo. Es como si a la muerte sólo se la tuviera en cuenta, combatiéndola, en los hospitales y, llorándola, en los funerales.
Durante la mayor parte de nuestra vida lo normal es que nadie sepa cómo va a morir. Pretender pronosticar cómo será nuestra propia muerte es un ejercicio vano. Podemos planificar de alguna manera nuestra vida, no así nuestra muerte salvo en detalles secundarios (honras fúnebres, herencias…). En principio, nadie imagina que el final de su propia muerte pueda ser terrible. Y nadie lo imagina porque nadie lo desea para sí.
Pero esas muertes se dan y duelen mucho más que otras. Ver morir a un hijo a temprana edad consecuencia de una enfermedad o de un accidente, o a causa del hambre en muchos países del Sur, es probablemente una de las experiencias más dolorosas para un ser humano, por muy maduro y equilibrado que éste pueda ser. En este apartado de muertes más dolorosas merecen una mención especial aquellas producidas por la violencia.
Durante varias décadas el terrorismo de ETA, de honda raíz totalitaria y nacionalista, ha sembrado de muerte y dolor la vida cotidiana de la sociedad española, particularmente de la vasca. Pese a que la mayoría de sus potenciales víctimas eran conscientes del riesgo que corrían, lo asumían como parte del servicio que entendían hacían a la sociedad y a la democracia. Concejales principalmente de los partidos no nacionalistas y miembros de los diversos cuerpos policiales y militares eran conscientes de que estaban, sin ser los únicos, en el punto de mira preferente de los terroristas. Si fuéramos honestos con la verdad y la justicia, nuestra sociedad debiera reconocer que la mayoría de esas muertes, que en ningún caso debieron producirse (así como tampoco las producidas por los GAL), son testimonio de la entrega generosa de unos servidores públicos a la causa de la libertad y de la pluralidad democrática que ahora gozamos todos con aparente mayor tranquilidad gracias al triunfo del Estado de derecho sobre ETA. Adquieren, por tanto, un carácter martirial (testimonial) laico y plural. El mejor homenaje que se les puede hacer es no renunciar a los valores por los que perdieron su vida y no ceder nunca ante quienes pretendan violentarlos.
Sin embargo, hay muertes violentas todavía más caprichosas y absurdas. Son éstas, si cabe, más dolorosas aún. En agosto estuve en San Pedro Sula, en Honduras, considerados la ciudad y el país más violentos del mundo. No es un país en guerra. Es simplemente, al menos en este aspecto, un Estado fallido, cuyos inminentes comicios generales no parecen prometer cambio significativo alguno. El país sufre una media de más de ochenta y cinco asesinatos por cada cien mil habitantes y una veintena de homicidios diarios. Las maras, el narcotráfico e incluso el ejército, de cuyas acciones aniquiladoras luego se responsabiliza a las maras, siembran el país centroamericano de víctimas. Muchas de éstas lo son de sicarios pagados para realizar alguna venganza personal. He conocido a varias personas que han perdido a sus seres queridos de esta forma dejándoles una herida existencial muy profunda. No hay nada heroico en esas muertes, ningún valor, ni siquiera los victimarios reivindican causa alguna con ellas. Son asesinatos por dinero, por venganza o simplemente por encontrarse en el lugar y momento equivocados (caso de tantas víctimas del terrorismo islámico; piénsese, por ejemplo, en el atentado cometido en el centro comercial Westgate de Nairobi). Cualquiera, particularmente si es pobre y no dispone de medios para garantizar su seguridad, puede morir en alguna de estas circunstancias.
¿Qué valor tiene entonces la vida cuando es tan fácil perderla de manera tan violenta e injusta? El Cristianismo pretende dar una respuesta de sentido a este duro interrogante. Precisamente lo nuclear de su fe está en la creencia en la resurrección de un crucificado, es decir, de un fracasado, de una víctima de la Historia, como tantas otras a lo largo de la misma. El Dios de Jesús de Nazaret es el Dios de todos, pero de forma especial de los crucificados, de las víctimas inocentes. Es el Dios del sí a la vida, que rescata a las víctimas para llevarlas a una vida trascendente plena de sentido.
Creer en la resurrección no significa creer en una resucitación en este mundo, ni en fantasmas, espíritus o almas en pena de cuya supuesta veracidad algunos determinados programas de televisión quieren hacernos creer. Significa asumir que la vida humana, toda vida humana, tiene sentido y está llamada a una plenitud pese a que las circunstancias contingentes de nuestra historia puedan truncar todo proyecto y esperanza. Significa creer que Alguien sostiene y rescata esas vidas, por muy afectadas que estén por la injusticia. En ningún caso, equivocada o no esa fe, se trata de un escapismo fantasioso de la realidad.
Desde esa convicción esperanzadora, pero nunca escapista, de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, es como los cristianos debemos solidarizarnos con las víctimas y colaborar en la construcción de un mundo más justo cuyas estructuras sociales, políticas y económicas dificulten en la mayor medida de lo posible que se produzcan esas muertes que más duelen.