Sánchez creyó que gobernando a las mujeres aseguraría muchas legislaturas, pero los mayores desastres le han caído de ese frente femenino que creía dominar como burdo macho alfa. El fin del sanchismo no comenzó por los males económicos ni con las nefastas alianzas parlamentarias y de gobierno, sino por los efectos deletéreos de la Ley Montero en forma de más de mil penas rebajadas a delincuentes sexuales, con más de un centenar liberados. La confusión de la defensa de la libertad sexual con la liberación de los delincuentes sexuales, advertida por todos los agentes jurídicos, solo podía ofuscar a las perturbadas mentes de la coalición socio-comunista. Y que tan estúpida ley tuviera la pretensión de ley estrella de la legislatura según el propio Sánchez, no ha hecho sino agravar su efecto de meteorito exterminador. Sic transit gloria putandi.
Izquierda y feminismo, una relación propagandística
Sánchez eligió invadir un berenjenal antiguo para la izquierda. Desde la revolución francesa de 1789, el papel y los derechos políticos de las mujeres han sido asunto espinoso. Los jacobinos humillaron y guillotinaron a muchas -Manon Roland, Olympe de Gouges, María Antonieta-, pero se negaron a darles derecho al sufragio, inaugurando la ambivalente relación histórica de izquierda y feminismo: las mujeres vienen bien para apoyar la revolución, pero no para disfrutarla ni menos para dirigirla. Como tantos otros conflictos, también tuvo mucho protagonismo durante nuestra Segunda República, pues si bien se aprobó el derecho al voto femenino, gracias a la elocuencia liberal de Clara Campoamor, provocó un debate donde Margarita Nelken y Victoria Kent expresaron la reserva mental de la izquierda republicana: sí al derecho al voto femenino… pero cuando esté claro que no votarán a las derechas.
Parece que las mujeres tienen garantizada en la izquierda carrera política siempre que acepten la subordinación a un macho alfa o la dedicación a sus propios temas femeninos
Cuando por fin las mujeres entraron en la mayoría de edad civil y política, en nuestro caso con la Constitución de 1978, era cosa de tiempo que muchas se apartaran de la tutela de la izquierda y rechazaran la tópica identificación de feminismo con socialismo. Aunque lo nieguen, es un hecho nada banal que la derecha y el liberalismo suelen tener más líderes políticas de primera línea que la vieja izquierda. En esta, parece que las mujeres tienen garantizada carrera política siempre que acepten, a) la subordinación a un macho alfa, dirigente, y b) dedicarse a sus propios temas femeninos, como la ideología de género o la charlatanería de “los cuidados”, la versión sociocomunista del rancio “sus labores”. Por supuesto hay excepciones, pero es inevitable pensar que Carmen Calvo, Irene Montero o Yolanda Díaz son, a diferencia de Rita Barberá, Rosa Díez o ahora Isabel Díaz Ayuso (tres mujeres odiadas por eso mismo por el patriarcado izquierdista), creaciones de partido que habrían tenido muy difícil ascender allí donde el ascenso dependa más de méritos propios y capacidad que de caer en gracia al jefe.
Las mujeres no tienen ideología innata por sexo ni género
Sánchez creyó que podía instalarse seduciendo y subordinando a las mujeres a sus fines egolátricos, pero son ellas las que van a echarle. Las mujeres son la mitad del censo y habitualmente manifiestan más dudas a la hora de votar. Pero en el voto hay un sesgo sexual o de género bastante notable, que hasta ahora ha beneficiado a la izquierda por su discurso profeminista. Y el sesgo ha irrumpido en esta encendida campaña por la cuestión de la existencia o no de la violencia de género, llevada al centro del debate como piedra de toque de calidad democrática.
Como intenté explicar aquí el viernes pasado, PP y Vox están condenados a entenderse para derrocar al sanchismo, pero a la vez no dejan ni dejarán de ser rivales que compiten por votos, instituciones y discursos. Además, toda la campaña sanchista se funda en atacar sus pactos y equipararlos como dos variantes de la misma derecha troglodita. Deben colaborar, pero también distinguirse marcando perfil propio, en especial Vox como pequeño del dúo y más demonizado por la opinión de izquierdas. Aparte de otros motivos banales, como la mala praxis de negociación o la mala voluntad, esta es la razón de que la dinámica de pactos temblara en Valencia y haya estallado en Extremadura. ¿Y cuál ha sido la cuestión crucial para valorar si pactar o no pactar? Pues la violencia de género.
Si alguien dice que la violencia de género no existe, que es intrafamiliar o algo así pero que defenderá a las mujeres mejor que nadie, asume un papel de protector paternalista no solicitado
El asunto ha tomado una enorme carga simbólica en una sociedad donde la mayoría de las mujeres son autoras y dueñas de sus días. Si alguien dice que la violencia de género no existe, que es intrafamiliar o algo así pero que defenderá a las mujeres mejor que nadie, asume un papel de protector paternalista no solicitado y no muy diferente, en lo esencial, al del desastroso Ministerio de Igualdad de Sánchez-Montero. Pero es lo que ha hecho Vox, seguramente sin ser muy conscientes (quizás por su sesgo electoral, el más varonil de todos), a tenor de las rectificaciones en cadena de Santi Abascal: en dos días ha pasado de calificar a la violencia de género de montaje ideológico a tratar de arreglarlo denunciando la violencia machista. Pero solo son dos nombres del mismo fenómeno, haciendo absurdo enredarse en distinciones artificiales. Así han puesto en bandeja a Feijóo marcar frontera en tema tan emocional y estratégico, hasta sacrificar el pacto en Extremadura con ese pretexto y, de paso, reventar la campaña socialista. Asumiendo el discurso contra la violencia de género (que no se debe confundir con la ley Viogen y la ideología subyacente) puede pescar votos de izquierda necesarios para ganar, y lograr el apoyo de Amelia Valcárcel, feminista de la vieja escuela socialista.
Nadie va a poder gobernar España ignorando que las mujeres ya están en el centro, que ni tienen ideología innata ni piden humillante protección paternal de izquierda o derecha, sino libertad e igualdad; tampoco ignorando las formas específicas de violencia sexual que les afectan en tanto haya hombres que se crean con derecho a controlarlas o las consideren su propiedad. Es absurdo admitir que existe la violencia sexual e insistir en que el género es sexual (y ambas cosas son ciertas), para contradecirse negando que haya violencia de género sexual, aunque hayla sexual de género. Ignorar la lógica para predicar sólo a la parroquia devota tiene esta consecuencia: que ahuyenta al resto. Ojalá se enmienden, porque están jugando con fuego. Todos.