Que el mundo sería mejor si lo gobernaran las mujeres ha sido uno de los eslóganes de la mercadotecnia política más exitosos de los últimos años. Aunque nada en las biografías de Madeleine Albright, Golda Meir, Indira Ghandi, Ruth Bader Ginsburg, Isabel Martínez de Perón, Condoleezza Rice o Benazir Bhutto hace pensar que sus aciertos y errores hayan sido significativamente más acertados o erróneos que los aciertos y los errores de sus homólogos masculinos (por cada Thatcher hay un Churchill), el mantra de la desaprovechada capacidad femenina para sanar el mundo ha calado en una buena parte de los ciudadanos, quizá porque cualquier lema que oponga el mejor de los ideales a la peor de las realidades tendrá siempre las de ganar (mientras no sea puesto en práctica).
Digamos, para que no se me acuse de manipular el argumento a mi favor, que el contraste entre Isabel II y Juan Carlos I sí ofrece un argumento de peso a favor de la superioridad de la gobernanza femenina sobre la masculina. Sobre todo por lo que respecta a la gestión de los deseos y las tentaciones.
En cualquier caso, el eslogan de la superioridad femenina, que ya llegó herido de gravedad a las elecciones francesas, ha muerto definitivamente en las italianas. Porque es llamativo que los grandes líderes internacionales de la izquierda o del progresismo sean prácticamente todos ellos hombres (Olaf Scholz, Joe Biden, Justin Trudeau, Pedro Sánchez, Gabriel Boric, Emmanuel Macron, Alberto Fernández, Gustavo Petro, Andrés Manuel López Obrador, António Costa) y que sea mucho más fácil encontrar mujeres con peso político entre las filas de la derecha e incluso la extrema derecha (desde Giorgia Meloni, Liz Truss, Marine Le Pen, Marion Maréchal, Angela Merkel, Ursula von der Leyen o Christine Lagarde hasta las españolas Isabel Díaz Ayuso, Inés Arrimadas, Esperanza Aguirre, Macarena Olona y Cayetana Álvarez de Toledo).
Por supuesto, existen excepciones a esa regla que no es regla, sino tendencia: desde Sanna Marin hasta la reina del populismo hispanoamericano (Christina Kirchner) o las Kamala Harris, Hillary Clinton y Nancy Pelosi. Pero parece innegable que, por las razones que sean, la derecha y el liberalismo son terreno más fértil para las mujeres que el socialismo. Y no sólo en la cúpula de sus partidos, sino también entre los votantes.
A la votante de izquierdas le gustan los hombres alfa de la izquierda (lo dicen todos los estudios demoscópicos hechos en España: el PSOE gana las elecciones, cuando las gana, por el apoyo de las mujeres) y a los votantes de derechas les gustan las mujeres con mando en plaza. Con esa evidencia a cuestas, a uno le convalidan dos cursos de politología enteros.
Es cuestión de tiempo que la izquierda empiece a decir que el mundo sería mejor si lo gobernaran los hombres porque las mujeres han salido ranas.