Las oscuras manos del olvido

ABC 13/07/14
IGNACIO CAMACHO

· Preguntémonos ahora si nosotros, los de entonces, los de las manos blancas de julio del 97, seguimos siendo los mismos

Le he tomado prestado –en realidad es una apropiación indebida– el título de esta columna a un comic de Felipe Hernández Cava, un relato dibujado con estructura de novela negra y fondo argumental de terrorismo, que no sé si por casualidad fue presentado en el aniversario del secuestro de Miguel Ángel Blanco. Fueron aquellos tres días de julio del 97, los del llamado espíritu de Ermua, un momento en que la sociedad española ofreció un retrato digno de sí misma, bien distinto por cierto de la triste selfie colectiva del 11 de marzo de 2004; aquel verano maldito éste parecía un país noble y maduro, cosido con el hilo moral de un coraje honorable y una rabia serena. Más vale no preguntarse qué sucedería hoy si ETA asesinase a un político; hay cuestiones que es mejor no plantear si no se está seguro de afrontar con honestidad una respuesta antipática. Y tenemos demasiados problemas ciertos para especular con los improbables.

Pero sí cabe la pregunta de si éste de ahora era el final que entonces reclamábamos. Y sobre todo si este horizonte grisáceo de víctimas doloridas y ciudadanos desentendidos se parece a aquel que exigíamos en la larga cuenta atrás del crimen. Si este pacto de autoconveniencia, esta suerte de armisticio pragmático, se compadece con el clamor de justicia que brotó de la nación entera en aquella expectante vela de angustia y rebeldía civil. Si en los días trémulos de hace diecisiete años hubiésemos admitido este tácito acuerdo de paz por instituciones. O más sencillamente, si hoy podríamos reconocernos en quienes salimos a las calles con las manos blancas levantadas al cielo que no nos escuchó. Si nosotros, en suma, los de entonces, seguimos siendo los mismos.

Porque tal vez sean ésas las oscuras manos del olvido. Las que hemos bajado con disimulo para aceptar que los tipos a los que el pueblo acorraló en sus sedes ocupen más poder que nunca a cambio de haber dejado de matar. Las que hemos guardado en los bolsillos para pasar silbando ante la postergación de las víctimas. Las que nos hemos lavado de la tiza blanca de la indignación para secárnoslas con un paño –más bien apaño– conformista. Las que hemos utilizado para pasar la página de un libro que damos por leído sin que nos importe conocer el final.

Sin embargo, el final sigue pendiente. No sólo porque ETA aún no se haya disuelto, ni porque sus herederos no hayan condenado los crímenes aunque se hayan lucrado políticamente con ellos, ni porque queden 315 asesinatos sin aclarar, sino porque continúa inconclusa la cuestión esencial de la memoria del sufrimiento. Porque se nos está olvidando lo que sabíamos en 1997: que las víctimas éramos todos y que a todos nos concernía el desafío que nos acalambró el alma en la macabra tarde del bosque de Lasarte. Que los muertos habían caído en nuestro nombre y que no tenemos derecho a olvidar en el suyo.