Manuel Montero, EL CORREO, 6/3/12
La izquierda abertzale ejerce el dominio sobre las palabras, hay que reconocerlo. En consecuencia, domina el escenario. Todo el mundo parece estar a sus expensas: qué hará ahora,
qué dirá luego, si nos aprobará lo que hacemos.
Según avanza «el escenario de paz» la palabrería lo invade todo. El argot de la izquierda abertzale se impone. Los términos que ha ido lanzando son de uso habitual: el proceso, el escenario, los nuevos tiempos, la oportunidad de paz, el diálogo (y la negociación). Pronto todos diremos «fase resolutiva», «agentes políticos y sociales de Euskal Herria», «expresión del conflicto» (el eufemismo significa ETA), «consecuencias del conflicto» (por presos terroristas) o que «actúan como pueblo». Todo se pega.
Tiene su importancia: van ganando sus palabras y sus conceptos, por lo que terminarán imponiendo su versión sectaria de la realidad. Un buen ejemplo es lo sucedido con su Comisión Internacional. En otros lares, donde hay enfrentamiento entre dos partes, los mediadores suelen estar en medio y su éxito depende de que los acepten los contendientes. El esquema no vale para lo nuestro. Se ha producido el caso inaudito de que la parte que arremete contra la democracia montase el paripé de la comisión «neutral». No sólo eso: ha colado. Los medios de comunicación –y parte de la política democrática– la empiezan a tratar como si de verdad fuese mediadora y no de parte, como si fuera neutral, verificadora, y no una engañifa.
La izquierda abertzale ejerce el dominio sobre las palabras, hay que reconocerlo. En consecuencia, domina el escenario. Todo el mundo parece estar a sus expensas: qué hará ahora, qué dirá luego, si nos aprobará lo que hacemos, si le parecerá suficiente o querrá más y cuándo.
La neolingua nos la dan en una especie de liturgia de cariz sagrado. Se suceden ruedas de prensa en las que despliegan rituales. En ellas nos dictan sus estereotipos: la «humanización del conflicto» (acercar presos), quiénes deben ser considerados «víctimas del conflicto», cuáles son «las recetas del pasado» que no ha de aplicar el Gobierno para estar «a la altura de las circunstancias», qué es perdón. «El perdón corresponde a la religión», dice ahora la izquierda abertzale, que completa el dislate con la memez del mes: «Es un discurso que corresponde con el imaginario cultural del imperio español del vencedor y vencido». ¡Esta gente nos está diciendo cómo debe ser la democracia! ¡Nos están dando lecciones! No son ellos los que se están desplazando hacia las reglas del juego democráticas sino que requieren que los demócratas se adapten a sus reglas del juego. Se está produciendo una inversión.
La liturgia verbal se renueva, pero sólo dice de distinta forma lo de siempre. Además, surgen siempre las mismas caras, las de hace años, las mismas fisonomías en el coro que les rodea, las mismas miradas de cólera contenida e igual coreografía. Están los que estaban hace un par décadas o más, no hay renovación. Es rarísimo. Contrasta con lo normal. Los dirigentes del PNV, EA, PSOE, PP, IU, CIU de los años noventa hace tiempo que dejaron el mando; y sus sucesores; y a veces los sucesores de sus sucesores. Todo cambia en la política, sólo la izquierda abertzale permanece, inasequible al paso del tiempo. Siempre les mandan los mismos, algo sólo concebible en los movimientos caudillistas.
La política suele tener halcones y palomas que discrepan, disputan y están unos u otros según vaya la feria. En la izquierda abertzale no. Los halcones hacen de halcones o de palomas, según toque (lo contrario, palomas disfrazadas de halcones resulta inimaginable). No hay facciones, no hay sensibilidades distintas. Todos están siempre de acuerdo y los mismos que decían guerra ahora dicen paz o así.
Su discurso de fondo no ha cambiado. Una de las notas más extraordinarias de la política vasca de las últimas décadas es el inmovilismo de la izquierda abertzale. Sus únicos cambios son de nombres –como cuando pasó de «abertzales» o «nacionalista radical» a izquierda abertzale, o hizo que en vez de Euskadi se dijese Euskal Herria–. Por lo demás, sólo habla de negociaciones, territorialidades, autodeterminaciones, de la victoria… Su incapacidad de evolución crea estado.
Su liturgia consiste sobre todo en renovar el lenguaje, que en tiempos era hosco y amenazante y ahora dulcifica la amenaza. Por lo que se ve, han sustituido la realidad por las palabras, que las consideran más importantes que los hechos (en lo que a ellos les incumbe). En esto han tenido éxito: otros han caído en la trampa. Por lo que sabemos de los previos a las treguas, los interlocutores (los hombres de Lizarra o el héroe de Loiola) insistían en qué palabra iría (permanente, indefinido, definitivo) y no en su contenido, en qué querrían decir tales expresiones. Por eso, si definitivo significa «decisivo, fijo, firme, en firme, irrevocable, último», la inquietud surge cuando nos dicen que lo definitivo está en peligro, que ha de consolidarse, pues tal relativismo no casa con la rotundidad del término.
No es que entre la palabra y el hecho haya un gran trecho. Lo que hay es división de funciones. En el concepto de los oradores dominantes, ellos dicen las palabras y a la democracia le toca poner los hechos. En la coyuntura actual le indican acercamiento de presos. No está mal pensado empezar con un asunto de apariencia moral. De la que doble una vez, luego a la democracia le costará menos doblar las siguientes veces. El arsenal verbal ya está preparado (proceso de soluciones, mesa de partidos, referéndum, unión vasco-navarra), por lo que después la democracia habrá de poner los hechos, y a lo hecho, pecho. Hasta entonces seguirá la palabrería y las miradas adustas que nos regañan por no estar a su altura. Además, dicen que todo va ya hablado en Loiola.
Manuel Montero, EL CORREO, 6/3/12