José Lázaro, EL PAÍS, 7/11/11
Una de las cartas que militantes de ETA encarcelados han enviado en los últimos meses a víctimas de los atentados cometidos por ellos mismos (fechada el 27 de enero de 2011) está redactada de la siguiente manera:
«Mediante estas líneas me dirijo a usted para manifestarle cuáles son mis actuales circunstancias y posicionamientos. Así pues, le diré que actualmente me encuentro preso (…). Considero que quienes hemos tomado parte en este conflicto tenemos el deber moral y político de implicarnos en la resolución final del mismo. (…) Por mi parte reconozco el daño y sufrimiento que causaron en personas como usted las acciones llevadas a cabo durante nuestra militancia en ETA. No soy insensible al dolor y sufrimiento que las mismas generaron; de ahí mi compromiso sincero en tratar de ayudar a cerrar esas heridas y en que nadie más sufra lo que ustedes han sufrido».
El problema que plantea un estilo literario como este es si transmite autenticidad o si da la impresión de que intenta decir, sin mucho énfasis, lo que conviene estratégicamente aparentar, aunque sea falso. El dictamen es irremediablemente subjetivo.
El estilo jesuítico es habitual en los nacionalistas que aún no han logrado el poder absoluto al que todo creyente aspira; los que lo han conseguido, por el contrario, suelen abandonar ya el disimulo para emplear un lenguaje potente, claro y directo, como lo era, por ejemplo, el de los nacionalistas alemanes, soviéticos o españoles en torno a 1940. Con razón dice Francisca Lozano (Encuentros entre víctimas y terroristas, EL PAÍS, 14 de octubre de 2011) que «la verdad se erige como una de las necesidades más importantes de la persona que ha sufrido un delito extremadamente grave», una verdad que ella misma describe como «totalizadora, personal, emocional y profunda, expresada ante la víctima por un actor concreto: el terrorista causante de sufrimiento injusto e inútil».
La importancia de este hecho no parece estar muy clara en la demanda generalizada de que los agresores pidan perdón. Se les exige a los sospechosos habituales que condenen claramente la violencia, pero no parece que se les exija la sinceridad profunda en esa condena verbalmente explícita; basta con una declaración expresa, al margen de lo que piense el que la haga.
No se les exige que cambien sus creencias: solo que afirmen en voz alta -aunque sea con la boca pequeña- que las han cambiado; que lo afirmen en público, aunque al mismo tiempo, en privado, sigan diciendo: «Y sin embargo se mueve». Y aun así ellos se resisten a formular la condena, quizá porque como dijo hace unos años el líder jesuítico Arnaldo Otegi -con claridad y franqueza poco usuales en un nacionalista que aún no ha tomado el poder- «cuando nos exigen que condenemos la violencia de ETA, lo único que pretenden es humillarnos». Cierto. Es muy humillante ser obligado a decir lo contrario de lo que se siente. Y es muy difícil pedir realmente perdón mientras se sigue pensando que eran justos los motivos por los que se hizo lo que se hizo.
Quizá lo más importante de lo que no suele decirse sobre la vivencia de las agresiones y la presión posterior para perdonarlas sea precisamente el oscuro papel que juega la humillación en ambos actos del drama. Además del daño material que pueda causar una agresión violenta, hay siempre en ella un profundo carácter humillante. Incluso cuando las heridas físicas son inexistentes, la vivencia de la humillación puede ser muy intensa -Carlos Boyero describía recientemente la que sintió al encontrar sus papeles y objetos personales manoseados por los ladrones que habían saqueado su casa (EL PAÍS, 14 de octubre de 2011)-. Por eso puede afirmarse que si toda agresión es humillante, todo agresor sinceramente arrepentido que pide perdón a su víctima está humillándose de verdad ante ella y restablece de ese modo un equilibrio simbólico de humillaciones y reparaciones que puede paliar en alguna medida el daño emocional causado. Pero también puede plantearse (aunque la hipótesis es más arriesgada) que al lograr que le pidan perdón consuma el agredido la más satisfactoria de las venganzas posibles.
En cualquier caso, este vertiginoso asunto es un pantano resbaladizo en el que las hipótesis inciertas se mezclan continuamente con los hechos constatados. Lo que está tenebrosamente claro es que la cháchara sobre el perdón nos salpica por todas partes mientras muy pocos se detienen a preguntarse con rigor qué significa pedir perdón.
En la bibliografía académica sobre el asunto suelen encontrarse dos posturas que, muy apretadamente resumidas, pueden esquematizarse así:
Según los partidarios del perdón (que cuentan con numerosas simpatías y apoyos) su efecto es terapéutico para el que lo demanda y el que lo otorga, devuelve el carácter humano a quien antes era una bestia execrable, restaura los lazos destruidos en la comunidad rota por la violencia fratricida. La nobleza esencial del perdón beneficiaría psíquicamente a ambas partes al restaurar entre ellas un lazo humano que sustituye al rencor existente entre dos seres que no se reconocían como personas sino que se consideraban mutuamente como extraños hostiles, como miembros de otra especie animal amenazante. Quien se negara a perdonar (según esta teoría) se condenaría a permanecer en un infierno de odio y resentimiento, se encerraría a sí mismo (con su agresor) en un laberinto de reminiscencias amargas que los ataría a ambos al pasado que los tortura y les llevaría, tarde o temprano, a repetirlo, siguiendo el ciclo de agresiones y venganzas. La rumiación obsesiva de la tragedia pasada supondría entregar a ella el presente y el futuro. Por el contrario, el perdón les liberaría a ambos del lastre que los hunde en el dolor, les permitiría cicatrizar las heridas, cerrar el pasado, limpiar el presente y liberar el futuro.
Frente a estas apologías del perdón se alza otra tesis, que despierta muchas menos simpatías. No ve el perdón como un acto terapéutico de reconciliación, armonía y generosidad, sino como algo éticamente condenable, injusto para la víctima, amargo para el que perdona e irresponsable por dejar impune la brutalidad. Si tan beneficioso y terapéutico fuese para las víctimas perdonar -argumentan algunos-, ¿qué tendría de altruista y virtuoso? Si la sociedad civilizada tiene que ser equitativa, ¿puede dejar la culpa impune y retribuir el mal con bien? Si a la madre de la adolescente violada y asesinada por el Rafita de turno la presionamos para que le perdone, ¿no estaremos realizando un acto psicológicamente erróneo y éticamente indigno, impidiéndole que exprese y elabore la rabia espontánea que siente de forma legítima, obligándola a acatar el desprecio del agresor hacia la víctima y reafirmando la barbarie que el crimen supuso? Desde esta perspectiva, el perdón se revela, en determinadas ocasiones al menos, como una humillación póstuma y una ofensa adicional a la memoria de las víctimas. (Nietzsche ya dio argumentos muy potentes para sospechar que el prestigio del perdón quizá sea una de las herencias envenenadas que nos legó el cristianismo).
La deliberación prudente y serena entre los argumentos a favor y en contra del perdón es una asignatura pendiente. Mientras no sea estudiada a fondo, es muy peligroso adoptar posturas tajantes sobre tan vidrioso asunto. Y para empezar a entenderlo es necesario un profundo análisis de las oscuras vivencias de humillación que se ocultan tras cada una de las etapas de la agresión, la justicia, el arrepentimiento y el perdón.
Hay pocas dudas de que una auténtica demanda de perdón puede ser un gran paso en la buena dirección. Pero un perdón jesuíticamente solicitado y reticentemente concedido (con presiones externas) puede cerrar en falso las heridas y contribuir a infectarlas. Por eso no es insensato responder con dudas a afirmaciones demasiado rotundas. Y por eso no es raro que muchas víctimas rechacen (abierta o íntimamente) seudodemandas de perdón y prefieran la frustrante justicia, la imposible venganza o el improbable olvido.
José Lázaro, EL PAÍS, 7/11/11