IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

 

La propuesta del presidente americano Joe Biden de abrir las patentes que protegen a las vacunas contra el Covid-19 ha suscitado una interesante polémica en todo el mundo. En un principio no hay que hacer grandes esfuerzos para situarse a favor de los que claman por su eliminación. Tenemos una enfermedad, que mata a millones de personas y arrasa las economías, mientras vemos que el acceso a las vacunas es absolutamente desigual. En unos países, la inmunidad de rebaño está alcance de la mano, gracias a unos sistemas masivos de vacunación, mientras que, en los países menos afortunados, la situación está descontrolada. Por otro lado, vemos a las industrias farmacéuticas como poderosas, egoístas e insensibles a todo ello, preocupadas solo por ganar dinero. Vistas las cosas así es lógico que todos nos pongamos en el lado de la humanidad sufriente y aplaudamos el fin de las patentes.

Pero esa conclusión se alcanza cuando te cansas pronto de pensar, porque la cuestión es mucho más compleja y requiere más análisis. En primer lugar, la industria farmacéutica no es ningún monstruo, ni mucho menos. Invierte sumas fabulosas en investigación de nuevos medicamentos y tratamientos y cumplen una labor inestimable: cuidan de nuestra salud. Se les acusa de recibir ayudas públicas, pero ¿se imaginan los gastos públicos que evitan con sus tratamientos? Es mucho mejor para todos dar un dinero para acelerar la curación de un enfermo que tratarle en una UVI durante meses por falta de ella.

La idea se podría generalizar y aplicarla a otras pandemias como el sida, la malaria, la viruela, la tuberculosis, la hepatitis, la diabetes, etc. Eliminar la posibilidad de obtener un beneficio cuando se acierta en la investigación dejaría a las empresas sin la posibilidad de amortizar el coste de las investigaciones fracasadas, que son muy numerosas. Conclusión, dejarían de investigar y de curar. Lo podría hacer el Estado. Ya, pero sea sincero, ¿qué vacuna prefiere que le pongan, la de Pfizer o la fabricada en Cuba?

Además, eliminar la protección que conceden las patentes no soluciona gran cosa. Los países que carecen de vacunas tampoco disponen de las capacidades necesarias para producirlas, ni tienen los sistemas de almacenamiento y distribución que son necesarios, ni cuentan con organismos de certificación y control de calidad imprescindibles para proceder sin riesgo a vacunaciones masivas de la población. Además, esta no es una situación estática. Los virus van a mutar y será necesario modificar las vacunas. ¿Cuántos países en el mundo tienen capacidad para avanzar con las vacunas a la misma velocidad que las mutaciones, para protegernos en el tiempo? Así que eliminar las patentes, sin hacer nada más, es como proporcionar la receta del bacalao al pil pil a quien no tiene ni bacalao, ni aceite de oliva y ni siquiera cuenta con una cocina apropiada.

¿Cómo podríamos conseguir cumplir, a la vez, con la obligada solidaridad con quien nada tiene, satisfacer nuestro egoísmo -dado que no estaremos a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo-, mientras garantizamos que las farmacéuticas continúan sin desmayo con sus estudios y proyectos? Pues no lo sé, tampoco soy experto en esto, pero me parece que es más eficaz, más inteligente y mucho más rápido regalar vacunas producidas en los países desarrollados a los países menos afortunados. Vacunas y medios personales y materiales para distribuirlas. Habría que potenciar a Covax, el Fondo de Acceso Global para Vacunas Covid-19, en donde hasta ahora los 190 países que pertenecen a ella han hablado mucho y hecho poco.

Lo cual nos plantea otro problema que saca a flote nuestra tendencia al fariseísmo. Si se trata de perjudicar a las farmacéuticas para favorecer a los pobres, no hay dilema. Nos da la sensación de que hacemos una buena acción que carece de coste para nosotros. Pero, ¿qué diríamos usted y yo si nos proponen que ‘nuestras’ vacunas se inoculen antes a los abuelos de Mali y Nigeria que a nuestros padres o a nuestros hijos?