Raúl López Romo-El Correo
Queda el triste convencimiento de que si el rechazo al terrorismo hubiera sido público, generalizado y temprano, la banda habría desaparecido antes
La huelga es una herramienta tradicional del movimiento obrero. Durante las largas décadas del franquismo, los sindicatos de clase recurrieron a ese instrumento para luchar por sus demandas. Fueron legalizados en la Transición y la Constitución de 1978 recogió en su artículo 28 el derecho a la huelga. Atrás quedaba el decreto ley sobre represión del bandidaje y terrorismo, de 1968, promulgado al calor del asesinato por ETA de Melitón Manzanas. Había restablecido que los huelguistas serían «reos de delito de rebelión militar» si perseguían un fin político o causaban graves trastornos de orden público. Esto no pudo impedir que dos de los mayores paros durante la recta final de la dictadura fueran muestras de solidaridad con miembros de ETA: el primero, con los procesados en el Consejo de Guerra de Burgos de diciembre de 1970; el segundo, con los dos polimilis y los tres militantes del FRAP fusilados en septiembre de 1975.
Tras fallecer Franco, ETA no solo no cesó su apuesta por la violencia, sino que la redobló. Su frenética actividad terrorista estuvo sostenida por un nutrido respaldo social, que se expresaba mediante constantes manifestaciones, mítines, homenajes a etarras, etc. El nacionalismo vasco radical, articulado en torno a la coalición HB, también convocaba habitualmente huelgas para enaltecer a miembros de ETA detenidos o fallecidos, o para protestar contra actuaciones de las Fuerzas de Seguridad. No obstante, salvo excepciones, los repetidos asesinatos cometidos por ETA no hicieron reaccionar a la sociedad.
¿Cuándo se realizaron las primeras huelgas contra crímenes de ETA y sus organizaciones afines? Podemos documentar varios paros parciales. El 5 de octubre de 1975 ETA mató a tres jóvenes guardias civiles (Esteban Maldonado, Jesús Pascual Martín y Juan Moreno) en las cercanías del santuario de Aránzazu. El diario ‘Unidad’ dio cuenta del paro en una empresa de 109 empleados de Mondragón, Feliciano Aranzabal, como protesta. Pocos meses después, los casi 1.000 obreros de Sigma, en Elgoibar, no fueron a trabajar tras el secuestro y asesinato de su director general, Ángel Berazadi, el 18 de marzo de 1976.
Las plantillas de algunas fábricas de Eibar (Laurona Armas e Hijos de Valenciaga) y de Abadiño (GAC y Estampaciones Arín) pararon cuando ETA mató al presidente de la Diputación de Gipuzkoa, Juan María de Araluce, y a sus cuatro acompañantes, el 4 de octubre de 1976. Los taxistas de Gipuzkoa suspendieron el servicio tras el asesinato de su compañero David Salvador en Andoain el 7 de octubre de 1977, a manos de los ultraderechistas de la Triple A. Los de San Sebastián y los de Rentería hicieron lo propio cuando ETA mató a Aureliano Calvo y Sixto Holgado en agosto y septiembre de 1979.
Otros gremios también se vieron sacudidos por el terror. El 28 de junio de 1978 ETA acabó con la vida del periodista José María Portell y los periódicos bilbaínos no salieron durante un día. El 30 de septiembre de 1979 ETA asesinó al camarero Pedro Goiri y los bares de Getxo decidieron cerrar. Los policías locales de Rentería hicieron huelga cuando ETA mató al agente municipal Vicente Gajate el 17 de octubre de 1984. Son ejemplos útiles para constatar que en la Transición aparecieron algunas reacciones de solidaridad corporativa de determinados oficios cuando atacaban a uno de los suyos.
En estas fechas también se desarrollaron respuestas de mayor calado. El 27 de octubre de 1979 los Comandos Autónomos Anticapitalistas mataron en Urretxu al fotógrafo Germán González. El libro ‘Vidas rotas’ refleja que el 85% de la población activa de Bizkaia y el 50% de la de Gipuzkoa no acudió a su puesto de trabajo atendiendo a la llamada de CC OO y UGT, central a la que estaba afiliado Germán, además de al PSE.
El 29 de enero de 1981 ETA secuestró al ingeniero jefe de la central nuclear de Lemoiz, José María Ryan, dando una semana de plazo para la demolición de las obras. El chantaje era inadmisible y, al igual que ocurrió 15 años después con Miguel Ángel Blanco, España asistió a la crónica de una muerte anunciada. Ese ambiente de persecución contra los técnicos de Iberduero lo acaba de relatar muy bien Estela Baz, hija de otro ingeniero compañero de Ryan, en su novela ‘Los niños de Lemóniz’. El 6 de febrero el cuerpo de Ryan apareció en una cuneta de Zaratamo con un tiro en la nuca y con las manos atadas. La indignación fue masiva. UGT, CC OO y ELA llamaron a secundar una jornada de huelga general el 9 de febrero, hace ahora 38 años, que, al igual que la de Germán, tuvo un seguimiento mayoritario. LAB, el sindicato abertzale radical, se desmarcó de la misma tachándola de paro «de la burguesía y la patronal».
Queda el triste convencimiento de que, si el rechazo al terrorismo hubiera sido público, generalizado y temprano, ETA habría desaparecido antes. ¿Pudo haber sido de esta manera? Rotundamente, sí. Claro que, para eso, habríamos necesitado una actitud decidida por parte de instituciones y otros agentes a la hora de liderar, desde posturas cívicas y democráticas, la deslegitimación del terrorismo, el combate contra el miedo y contra el sectarismo. En cambio, hasta mediados de los ochenta predominó la desmovilización y, cuando sí hubo protestas, fueron de tipo parcial, escasamente organizadas y frecuentemente minoritarias. No confundamos la parte con el todo; asumamos, aunque cueste, que huelgas como las de Germán González o José María Ryan fueron la excepción y no la regla, y que ese silencio no fue inevitable.