IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- El crecimiento de la desigualdad y el deterioro de los servicios públicos afectan más a quienes menos tienen. Y su descontento crea un caldo de cultivo para los proyectos demagógicos o directamente autoritarios
Si no nos hacemos cargo del malestar difuso y generalizado que se ha instalado en la mayoría de las sociedades prósperas, resulta difícil entender algunos de los derroteros de la política actual, como el rechazo de los partidos políticos tradicionales, los niveles tan bajos de confianza en las instituciones y el crecimiento de la extrema derecha.
Se ha instalado en la ciudadanía la opinión de que su país está yendo en la dirección equivocada y que la generación de los hijos vivirá peor que la de sus padres. En España, el 61% piensa que vamos por mal camino (siempre podemos consolarnos, en Francia lo hace el 77%, según datos de IPSOS en 2023). A su vez, el 72% de los españoles (y el 78% de los franceses) creen que sus hijos vivirán peor que ellos (datos de Pew Research de 2022). Estos últimos porcentajes contrastan con el hecho de que el 62% de los españoles crean que tienen una vida mejor que la de sus padres (en Francia, en cambio, solo lo piensa así el 39%, según datos de Gallup de 2022). En España hay una mayoría social que admite que su situación personal es mejor que la de sus padres, pero cree que el progreso no llegará a la siguiente generación y que el país no va por la vía adecuada.
Esta aprensión hacia el futuro se produce en medio de grandes avances científicos y tecnológicos y con los niveles de renta per capita más altos de la historia. Aunque ha costado mucho tiempo, en España se han superado los niveles de riqueza anteriores a la crisis de 2008, el mercado de trabajo es menos disfuncional que en el pasado gracias a la reforma laboral, las pensiones están garantizadas y el abandono escolar se ha reducido notablemente. Con todo, el pesimismo sigue siendo dominante. No estoy diciendo que vivamos en el mejor de los mundos posibles (hay problemas serios, como el de la vivienda), pero los datos no avalan el pesimismo reinante.
Una de las fuentes del pesimismo es la percepción de que, a pesar de la mejora económica, los servicios públicos van a menos. Seremos más ricos, pero la sanidad y la educación, dos de los pilares básicos de la cohesión social, funcionan cada vez peor. Los sistemas sanitarios atraviesan graves dificultades en muchos países. Parte de la dificultad tiene que ver con la pandemia, que puso al límite estos sistemas, pero sería simplista pensar que todo se reduce a la covid. Si se examinan las encuestas del CIS sobre satisfacción con los servicios públicos, puede verse que en 2006 el 28,3% tenía una valoración negativa de la sanidad en España, en 2014 había subido al 36,2% y en 2023 al 43,8%. Es como si los recursos que se invierten en estos servicios no dieran resultado alguno.
Para entender mejor el problema, puede ser útil introducir en el debate público la llamada “enfermedad de los costes” de la que habló en su día el economista William Baumol. Hay servicios en los que la productividad apenas crece y, sin embargo, el coste de los mismos no deja de aumentar. Pensemos en un profesor de ahora y otro de hace 50 años. Su productividad es la misma (enseñan a un número equivalente de alumnos en todas las épocas), pero el sueldo del profesor actual es muy superior al de hace medio siglo (en términos reales). La productividad de los cirujanos no ha aumentado, pero sí lo han hecho los salarios que reciben. Baumol llegó a esta idea pensando en los músicos: su productividad no puede aumentar con el tiempo y, no obstante, un músico de hoy gana más dinero que un músico de hace décadas.
La razón de este fenómeno es que los aumentos salariales en las profesiones que sí tienen ganancias de productividad se extienden al resto de las profesiones. Si el salario de un profesor hoy fuera el mismo del de hace 50 años, nadie querría ser profesor. Esto significa que el coste de los servicios basados en trabajos cuya productividad no puede sufrir grandes cambios tiende al alza. Según Baumol, cuanto mayores sean los aumentos de productividad en los sectores manufactureros, mayor será a la larga el coste relativo de mantener servicios como los mencionados. Es importante subrayar que el problema no radica en que sea el Estado el responsable de la sanidad y la educación; sucede lo mismo cuando son compañías privadas las que producen estos servicios. En suma, los costes aumentan porque los salarios crecen y la productividad se mantiene sin grandes variaciones en estos sectores. A medida que el peso de los servicios en la economía se vuelve mayor, la magnitud del problema se agrava.
En los países en los que estos servicios se proveen privadamente, el coste de la sanidad y la educación no para de crecer, y un número creciente de personas no posee recursos suficientes para acceder a servicios de calidad. A su vez, en los países en los que, como España, es el Estado el principal proveedor, el ajuste se produce mediante recortes en el servicio dada la resistencia ciudadana a pagar mayores impuestos. En sanidad, se introducen copagos, se reduce la cobertura, se recorta en atención primaria, se aumenta el número de pacientes por médico, se alargan las listas de espera, etcétera. En la educación se aumenta el tamaño de los grupos, se suprime personal de apoyo, crecen las cargas administrativas de los docentes, se imparten más horas de clase, etcétera. El resultado final es que la gente percibe un empeoramiento de los servicios básicos.
Este problema no afecta a todo el mundo por igual. Son las personas con menores recursos quienes sufren en mayor medida el deterioro de los servicios públicos. Los más pudientes pueden encontrar soluciones pagando mayores cantidades en el sector privado. En los hogares con menor capacidad de gasto, sin embargo, no hay alternativa. Son estos hogares los que notan de forma más dolorosa la decadencia de los servicios públicos. Si la desigualdad crece, el problema se intensifica para quienes están en la parte baja de la distribución.
Este descontento difuso, más intenso entre quienes menos tienen, crea un caldo de cultivo para el surgimiento de proyectos demagógicos, iliberales o directamente autoritarios. Algunos políticos con pocos escrúpulos buscan pescar en aguas revueltas y ofrecen chivos expiatorios a una sociedad con niveles elevados de irritación, culpando del deterioro de los servicios a los inmigrantes, las “élites globalistas”, las instituciones supranacionales, el estatismo o los gobernantes “ladrones”. Al adoptar este tipo de discursos, se acaba minando la legitimidad del Estado en la provisión de los servicios sociales y se sientan las bases para la descomposición de los sistemas políticos. Lo hemos visto en la campaña del Brexit, en el diagnóstico y recetas ultraliberales de Javier Milei, en la demagogia de Donald Trump y en los partidos xenófobos que siguen creciendo en Europa. Ofrecen soluciones falsas, basadas en lecturas equivocadas de la realidad, que, a corto plazo, atraen a un electorado que quiere probar nuevas recetas. Pero, tras su paso por el poder, dejan sus países en peores condiciones de las que recibieron y contribuyen de esta manera a hundir aún más las expectativas de ciudadanías descreídas.