Fernando García de Cortázar, ABC, 14/10/12
«No estamos ante una discrepancia acerca del sistema de financiación autonómica, ni ante una propuesta de reforma constitucional, ni siquiera ante una divergencia sobre el modelo de Estado. En lo que ya hemos entrado de un modo abierto, ahora que la crude
Acomienzos de octubre de 1930, Thomas Mann se dirigió, en la Sala Beethoven de Berlín, a quienes esperaban asistir a una velada literaria. Sólo unas semanas atrás, el nacionalsocialismo había conseguido que seis millones de personas le dieran su voto. La República de Weimar comenzaba a desmoronarse. Aquel intelectual en la más alta madurez de su obra quiso expresar los motivos de un patriota para defender la única idea de Alemania, merecedora de que se hablara en su nombre. Thomas Mann, que había construido su trayectoria intelectual sobre la pulcritud de las palabras, quiso denunciar la deformación del lenguaje en el que se expresaba la crisis de una conciencia nacional. Se dirigió al corazón de quienes le escuchaban, porque no quiso dejar que sus adversarios se apropiaran de los sentimientos patrióticos. Pero nunca permitió que las emociones pudieran nublar la claridad de su juicio. Por ello, dio a su discurso el título con que nos ha llegado, desde lo más profundo de la historia de Europa. Un llamamiento a la razón.
En las peores circunstancias sociales y económicas que ha conocido España en más de medio siglo, quizá debamos exigir que las palabras vuelvan a revestirse de la esencial lealtad a su significado. Que nuestro lenguaje aspire a la mayor precisión. Que sepamos adoptar la gravedad del tono que corresponde a estas condiciones excepcionales, ya que ellas no solo exigen la lucidez del conocimiento, sino también la honestidad de la argumentación. Convendrá, para empezar, que nos pongamos de acuerdo en definir el tema de nuestro debate. No estamos ante una discrepancia acerca del sistema de financiación autonómica, ni ante una propuesta de reforma constitucional, ni siquiera ante una divergencia sobre el modelo de Estado. En lo que ya hemos entrado de un modo abierto, ahora que la crudeza de la crisis ha despejado cualquier cortina de humo verbal, es en la plenitud del proyecto nacionalista catalán. Se ha agotado el tiempo en que la afirmación ideológica del nacionalismo se expresaba en un presunto compromiso con la construcción permanente de una España plural. En momentos de bonanza, pudo mantenerse la agotadora ambigüedad de un proyecto que era capaz de cojear sobre la ortopedia de dos soberanías contrapuestas. En estos tiempos del cólera, que delatan con tanta rapidez las torpezas de la falsificación, a todos se nos exige tener los dos pies en el suelo. Y que llamemos las cosas por su nombre.
Hace treinta y cinco años, los españoles iniciamos una empresa nacional. Hicimos algo más que dotarnos de una arquitectura jurídica que definiera nuestros derechos y obligaciones de acuerdo con lo que exige una democracia moderna. Aquella serie de preceptos acabó con la insoportable y prolongada desconfianza en nuestras posibilidades de existir como un pueblo libre. Estableció, de una vez por todas, nuestra voluntad de vivir en la condición irrenunciable de verdaderos ciudadanos. El proceso no fue solo el de la formulación de una Carta Magna, sino la etapa constituyente de una renovada personalidad colectiva, la reafirmación de una conciencia nacional. La nación es anterior al Estado. España no se engendró como resultado de ese acuerdo político. Lo que hicimos fue tomarla en nuestras manos como tradición y proyecto, como herencia y voluntad. Por vez primera desde el comienzo del mundo contemporáneo, todos los españoles éramos capaces de sumar a un hecho institucional la complicidad de nuestras emociones y el veredicto de nuestra convicción. Supimos reconocer esos tiempos exigentes en que una nación quiere ser algo más que un agregado de tierras y de hombres, algo más que una amalgama de lugares y de fechas. Supimos estar a la altura del momento excepcional en que una nación decide convertirse en una idea. A todos se convocó en torno a un concepto de España. A todos se comprometió en su preservación .
Eran tiempos difíciles, pero alumbrados por grandes esperanzas. La España que surgió de la Transición no se pronunció con la fatuidad de lo que se regala, sino con el entusiasmo de lo que se conquista. Todos fuimos los llamados y todos los elegidos. Supimos que aquella España democrática había adquirido una identidad ajustada a su realidad histórica. No nos limitábamos a dar consistencia jurídica a un Estado, sino a dar forma política a una nación. Lo que empezó a construirse entonces nada tenía que ver con un acuerdo coyuntural, un pacto de circunstancias o un convenio revocable. El inmenso esfuerzo realizado entonces no iba destinado a salvar una situación difícil, sino a fundamentar la totalidad de nuestro futuro.
Sin embargo, cometimos una equivocación cuya gravedad no hemos dejado de padecer. Albert Camus dijo que la tiranía no es un mérito de los dictadores, sino un error de los liberales. A esa España la dejamos reducida a una definición jurídica, la despojamos de las emociones que la constituyeron como nación libre en los años de la Transición. Temiendo dramatizar nuestro patriotismo, España dejó de ser una conciencia en tensión, para adquirir la forma de unas instituciones rutinarias. Dejó de ser sentida como nación, para solo ser considerada como Estado. La España democrática y plural que con tanto esfuerzo habíamos construido dejó de existir como pasión y solo sobrevivió como inercia. La dimos por sentada, dejamos de pensarla. La obtuvimos como estructura, pero la perdimos como idea y como emoción. Nuestra crisis nacional parte de nuestros errores, no de los méritos de nuestros adversarios.
Nos bastaba con haber sido fieles a ese concepto de España. Desde aquella ilusión esforzada y difícil, que partía de la entraña misma de una realidad endurecida por la historia, podríamos enfrentarnos ahora a lo más sucio del discurso nacionalista. Porque no se trata solo del grave incumplimiento de la palabra dada cuando todo empezó ni de la forma en que sus propuestas actuales pueden mostrar la alarmante escasez de su coherencia. Nosotros nos alzamos sobre una nación concreta, sobre una patria tangible, sobre una sociedad imperfecta que nos espoleó con sus esperanzas. El nacionalismo sólo ha podido dar sus frutos en un tiempo de desesperación. Han tenido que coincidir nuestra renuncia a una idea de España y la devastación de una crisis económica indecible, para que el proyecto de la independencia de Cataluña haya podido ofrecer sus cómodos paliativos de un orden ilusorio, de una soberanía imaginaria, de un poder inédito o de una sociedad inexistente. En esa ficción incorrupta, en esa perfecta irrealidad, puede cobijarse el proyecto gratuito de unos dirigentes sin escrúpulos.
Cuando España necesita del esfuerzo de todos nuevamente, los nacionalistas nos anuncian que convertirán el sufrimiento de una parte de los españoles en la quiebra de una nación con cuya unidad se comprometieron hace poco más de treinta años. No creo que estén saliendo muy airosos de la prueba a la que la historia ha querido someterlos, a pesar de los posibles beneficios electorales de una disolución nacional de la que no son los únicos ni más altos responsables. Sin embargo, provocan nuestro desaliento porque solo ellos han preferido una fantasía gratuita a una costosa realidad. La calidad de estos personajes difícilmente atenderá a las razones de España. Y nunca aceptará un llamamiento a la razón.
Fernando García de Cortázar, ABC, 14/10/12