Miguel Ángel Quintanilla Navarro-El Confidencial
- Con un PP de diez millones de votos consolidado, las opciones socialistas pasaban por aceptar que la España gobernable era menos de izquierdas de lo que había sido o liderar una alianza de facciones
«El tribunal ha dicho que no, pero hay alternativas». Cuando José Luis Rodríguez Zapatero pronunció esta frase el 14 de julio de 2010 en el Congreso de los Diputados para tranquilizar al nacionalismo después de la sentencia del Estatut, exhibió la médula del socialismo español actual y expuso el destino inevitable de la estrategia política del PSOE desde hace dos décadas, que es colisionar con el Estado de Derecho.
La reacción del nuevo socialismo a las elecciones de 2000 no fue la de digerir aquella derrota como parte del funcionamiento ordinario del sistema y mejorar su propio rendimiento como partido para volver a conquistar lo perdido sin alterar los equilibrios del conjunto, sino acometer un proceso de revisión de la Transición misma que implicaba también la revisión del papel que el socialismo había desempeñado en ella y, luego, en el Gobierno; y promover la posición del nacionalismo y del radicalismo, como supuestos perjudicados del saldo del 78 y como complementos electorales necesarios.
Con un PP de diez millones de votos consolidado, las opciones socialistas pasaban o bien por aceptar que la España gobernable era menos de izquierdas de lo que había sido y empezar a ofrecer algo atractivo a esa nueva mayoría social, o bien liderar una alianza de facciones, ofreciéndoles la ruptura y tratando de mantener el control del ritmo y de la forma de ejecutarla, presentándose como impulsor o como freno según el interés del momento, señalando de paso al PP el camino de la sumisión si quería evitarla. Eligió lo segundo y a las personas para hacerlo. Y perdió el control, como era previsible, porque el PP no se sometió y los socios no se conformaron.
El PSOE dejó de hablar con el PP de los problemas de España y empezó a hablar del PP como problema de España. Ese es el parteaguas de nuestra historia de los últimos cuarenta años.
Sánchez no es una rareza en el socialismo español actual, sino una persona elegida para dar continuidad a un proyecto de fondo cuyo fundamento consta en las resoluciones de su reciente Congreso. Hablamos de historia larga del PSOE, no de un desequilibrio patológico personal transitorio ni de una extravagancia propia de su secretario general. Para hacer lo que ha decidido hacer el PSOE hay que ser como es Sánchez, o muy parecido a eso.
Todo lo que ha hecho desde hace veinte años con propósito estratégico ha estado destinado a cambiar de socio institucional, excluyendo al PP e incorporando a cualquier otro. La segunda investidura de Mariano Rajoy no solo confirma la regla, sino que acredita que la regla pulverizó la excepción ipso facto. El PSOE, que prefería ser oposición preservando el sistema a romperlo para ser Gobierno, perdió ante el PSOE que prefiere ser Gobierno en un sistema roto o mutado antes que ser oposición en este, que es reformable, pero con el PP.
La producción sobre memoria histórica y asociados ha sido una forzada y fallida forma de justificar esa decisión puramente electoral, dotándola de una apariencia de razón histórica y de voluntad de progreso democrático «a pesar del PP» de la que en realidad carece. El cambio de verdad solo se obtiene mediante una ruptura de verdad, y la ruptura de verdad exige la proscripción del PP, la vigencia del Tinell.
El achique del censo ya se ha operado en el País Vasco mediante la violencia terrorista y avanza en Cataluña mediante la presión nacionalista, también violenta con frecuencia: la mesa de diálogo como alternativa al funcionamiento institucional ordinario no es solo una forma de ir más allá de lo que las leyes permiten a las instituciones y de ponerse fuera del alcance de los tribunales que las tutelan, sino también de privar de valor jurídico y político a una parte de la representación parlamentaria. En el fondo, de nuevo, cambiar el censo.
El achique del censo ya se ha operado en el País Vasco mediante la violencia terrorista y avanza en Cataluña mediante la presión nacionalista
La insistencia en los cambios unilaterales de las mayorías requeridas, el eclipse impuesto al Parlamento, el control de la prensa, el uso abusivo del derecho de crisis y la feracidad del nominalismo pseudoconstituyente destinado a no llamar a las cosas por su nombre con la esperanza de que el cambio de nombre termine por cambiar la cosa, atienden a la misma lógica: allí donde no se puede evitar que esté el PP hay que evitar que su presencia tenga valor.
La colisión entre el PSOE y la justicia constitucional no es, pues, ocasional. Ojalá nuestro problema fuera solo un presidente fuera de control y poco socialista: no es así, Sánchez expresa muy bien al socialismo que lo eligió, que es el socialismo operativo que hay.
Frente a esto, el PP tiene que dotar de coherencia suficiente a una mayoría amplia de votantes que comparten memoria y aprecio por un país que expresaba valores políticos y sociales importantes y que, mejor o peor, funcionaba pese a los problemas, pero que están dispersos. Y para definir el punto desde el cual se ha de hacer el llamamiento a la nación, es útil recordar la escasa operatividad de la noción de centro basada en la escala izquierda/derecha a la hora de explicar los resultados electorales. Algunos datos del CIS:
- En 1996, el PP estaba situado casi en el 8 de la escala ideológica, muy lejos del 4,69, que era la media; el PSOE estaba en el 4,52. Pero el PP ganó las elecciones.
- En el año 2000, el PP se encontraba ubicado en el 7,4, mientras que el electorado se situaba en el 4,9 y el PSOE, en el 4,28. El PP estaba a 2,5 puntos del centro y el PSOE solo a unas décimas, pero ganó el PP por mayoría absoluta.
- En noviembre de 2011, el PP estaba en el 7,89 de la escala y el PSOE, en el 4,14. La media del electorado estaba en el 4,84, y con esta distribución: situados en las casillas 1-2 (máxima izquierda): 7,6% de los encuestados; casillas 3-4: 25,2%; casillas 5-6: 33,2; casillas 7-8: 11,5; casillas 9-10: 3,1, y el resto, no sabía o no contestaba. El PSOE estaba a siete décimas de la media y cerca de los territorios más poblados, el PP estaba a más de tres puntos y en una zona despoblada, pero el PP ganó por mayoría absoluta.
Más aún. En junio de 1993 el PP estaba en el 7,89 de la escala ideológica y con un 26,2% de encuestados que no lo situaban en ningún punto: perdió; en marzo de 1996 estaba más a la derecha, en el 7,94, pero con solo un 16,9% que renunciaban a situarlo: ganó.
A principios de 2015 más de la mitad renunciaba a situar a Ciudadanos en algún punto de la escala ideológica, aunque los que lo hacían lo ubicaban en posiciones mucho más centradas que las que pasó a ocupar en la primavera de 2019, cuando solo el 17% no lo situaba en la escala y cuando tuvo su mejor resultado. Ese mismo año, en el postelectoral de noviembre-diciembre, los encuestados lo situaban más hacia el centro, pero el número de quienes no lo ubicaban había subido por encima del 23: su resultado fue mucho peor.
En esta misma variable, Podemos pasó del 41 en 2014 al 16 en 2019, y, con menos intensidad, ese mismo proceso se ha producido con Vox: más claridad en el perfil coincide con el asentamiento electoral.
En esta misma variable, Podemos pasó del 41 en 2014 al 16 en 2019, y, con menos intensidad, ese mismo proceso se ha producido con Vox
La desaparición del CDS en 1993 coincidió con un proceso de aproximación a la media del electorado, pero también con un progresivo oscurecimiento de su perfil: en 1987, solo el 19% renunciaba a situarlo en la escala, pero en 1993 esa cifra había ascendido al 36%. Y el techo electoral de UPyD no se puede relacionar con su posición en la escala, que estuvo próxima a la media, pero sí con el hecho de que cerca del 40% —y con frecuencia muy por encima de eso— renunciara habitualmente a situarlo en algún punto. En el último registro, en octubre de 2015, se situaba en el 5,48 de la escala, pero el 41% no lo situaba en ella.
Sin exagerar la capacidad hermenéutica de todos estos datos, parece legítimo decir que si bien un perfil claro no garantiza ganar, oscurecerlo no sirve de nada o crea problemas.
La explicación es que el centro no es el lugar al cual el centrista envía su voto, sino el lugar desde el cual lo envía. Y que pueda enviarlo a cualquier posición que considere la mejor para sí mismo o para su país en cada momento, o la peor para aquel cuyo éxito no desea, atendiendo a las razones que se le ofrecen y a las circunstancias que percibe, es precisamente lo que lo acredita como centrista.
El centro no es el lugar al cual el centrista envía su voto, sino el lugar desde el cual lo envía
El centrista es un votante sofisticado y exigente, no un votante insustancial y alérgico al debate político, sino pendiente de él, que difícilmente acepta simplificaciones gruesas y promesas sin fundamento. La claridad y la coherencia en la propuesta electoral no aleja una gran mayoría ni la posibilidad de que rinda beneficio social, al contrario.
Cuando se interpreta bien el centro, deja de parecer paradójico el hecho de que se pueda ganar centrismo en la escala ideológica, al mismo tiempo que se pierden centristas en las urnas. Lo que hay que ganar no es el centro, lo que hay que ganar son centristas, y los centristas se conquistan desde cualquier punto de la escala, con diagnósticos crudos y realistas pero no gratuitamente extremados ni pesimistas, y con compromisos claros, razonables y ambiciosos, cargados de ilusión pero no pueriles. El voto del reformismo tiene que apoyarse tanto en la cruda realidad del presente como en la viva ilusión por el futuro, sin exagerar las sombras de hoy y sin prometer una Disneyland imposible, que, por otra parte, los españoles no se creerían.
A mi juicio, la clave profunda del cambio electoral que necesita el PP para ganar con claridad y para evitar un desfondamiento instantáneo postelectoral, como el acontecido en 2011-2012, es no pensarse a sí mismo ni como cabeza de una mayoría por aversión a lo que hay ni como el «apagacrisis», sino como quien sabe despertar el orgullo nacional herido por lo lejos que estamos de donde debemos estar cuando no hay crisis: es decir, como cabeza de una mayoría por ilusión por lo que habrá. Para eso, el 78 no es un problema, sino el camino.