Las responsabilidades del nacionalismo vasco son su propia irresponsabilidad democrática, que amenaza la estabilidad y la convivencia entre los vascos, y la propia construcción plural de la sociedad vasca
De tanto ir el cántaro a la fuente, algunos se hacen más papistas que el Papa. Ciertos analistas, allende Pancorbo, consideran intelectualmente ventajosa su cómoda distancia de observadores no contaminados por el sesgo subjetivo de los victimizados rebeldes vascos. Además, están autoconvencidos de la superioridad intelectual, ética y hasta estética (como el bien pagado y mal inspirado Julio Medem) de una rancia progresía que necesita, como sea, inventarse una falsa equidistancia que justifique el apaleamiento omnímodo del Gobierno del PP, así como la bondad intrínseca de cualquier demanda nacionalista, por muy excéntrica que sea. Son capaces de identificarse tanto con los argumentos de los nacionalistas vascos, que llegan a eximirles a éstos de cualquier responsabilidad de lo que está pasando en Euskadi, y hasta alimentan o legitiman su patológico, pero muy rentable, victimismo político. ¡Hay que ver qué estragos mentales pueden producir las sesiones txokero-gastronómicas que se celebran en Ajuria Enea! Sería, simplemente, grotesco si no fuese el drama de que estemos viviendo sobre un polvorín. Ahora resulta que el nacionalsindicalismo vasco, encarnado por la santa alianza ELA-LAB, tenía razón allá por la época de la resaca de los sucesos de Ermua y que el Gobierno del PP, según ellos, quintaesencia del españolismo preconstitucional (sinónimo de «fascismo», incluso para algunos nacionalistas), ha herido de muerte el Estatuto de Autonomía de Gernika y, por ende, a los principios del autogobierno vasco. En realidad, no sabemos si estos finos analistas se refieren al fuero o al huevo del autogobierno. A mí me da que el huevo sigue estando donde estaba, es decir, sigue estando bien monopolizado y administrado por el nacionalismo institucional, gracias, entre otras cosas, al trabajo de allanamiento del terreno al que se viene dedicando, desde el principio y sin interrupción, el otro nacionalismo. Salvo que, en un ejercicio de dudosa honestidad intelectual o finura analítica, queramos obviar que el terrorismo es nacionalista, que un nacionalismo y el otro dicen compartir los mismos fines y principios, que hay sinergias entre ambos o que el nacionalismo institucional no tenga ninguna responsabilidad en la producción o reproducción del otro nacionalismo.
Vayamos a la tesis sobre la «muerte» de los principios del autogobierno vasco, según la cual el Gobierno del PP sería el causante o responsable de la misma desde finales de su primera legislatura y, sobre todo, durante su mayoría absoluta. Según esta misma tesis, el nacionalismo vasco tendría razón en su victimismo, al ser el País Vasco excluido y maltratado por el Gobierno central, y, por tanto, su plan soberanista sería la única, si no la mejor, respuesta que le queda ante semejante felonía político-constitucional. Lo siento, pero a mí no me cuadran ni las fechas ni los hechos. Recuerdo que para el Alderdi Eguna del otoño de 1996, el gran burukide Arzalluz (ese perverso predicador del odio étnico del que, por fin, nos vamos a librar) certificaba bien alto que «el PP en sólo seis meses había hecho más por el autogobierno vasco que el PSOE en 12 años de gobierno». ¡Tiempos felices aquéllos, por lo que se ve! Después vinieron los sucesos de Ermua del verano de 1997 y al PNV se le demudó la cara y, sobre todo, le tembló la cartera, no tanto por el execrable y vil asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuanto por la reacción social y política posterior. En lugar de cerrar filas con sus socios, el PP en Madrid y el PSE-EE en Vitoria, el PNV corrió a echarse en manos de ETA, a espaldas de todos, y para el verano de 1998 ya había sellado en Lizarra su ignominioso pacto, que evidenciaba y hacía explícito lo que hasta ese momento había sido, al menos, una simple coincidencia estratégica en la división del trabajo nacionalista (es bueno recordar, una vez más, la jesuítica parábola del «nogal y las nueces»). Para frenar el movimiento de rebelión social y acallar el grito de «libertad» de quienes son y se sienten víctimas de la situación, intentando cortocircuitar el efecto contagio sobre el resto de la ciudadanía vasca, les ofrecían la compra de sus almas y su voluntad política a cambio de perdonarles la vida, cediendo y beneficiándose ante el chantaje político de los terroristas. En efecto, a partir de ese momento, los autonomistas, socialistas y populares fueron excluidos del presente, del futuro y hasta del pasado de Euskadi, porque los nacionalistas, de uno y otro signos, declaraban su voluntad de quedarse en exclusiva con el país que estábamos construyendo entre todos, y vamos a seguir haciéndolo, muy a su pesar. De este modo, el nacionalismo vasco gobernante aceptaba la tesis del nacionalismo violento, haciendo del Estatuto de Gernika un elemento de desintegración, al expulsar del mismo a los partidos y a los ciudadanos autonomistas, primero, y quedándose en exclusiva con sus instituciones, después, para imponer la superioridad del derecho colectivo de la comunidad étnica de los nacionalistas, inventada por unos, pero construida por los otros a base de sangre y sufrimiento, real y no inventado, de cientos de miles de vascos (asesinados, heridos, huérfanos, desgarrados por el dolor próximo, rotos en sus familias, dañados en sus bienes, exiliados, extorsionados, perseguidos, amedrentados, sin libertad, sin voz, heridos en su dignidad o, simplemente, minorizados por el estigma o la incertidumbre de su futuro). Y todo por el simple derecho a no comulgar con el nacionalismo. Es verdad que el principio del autogobierno consagrado por nuestra Constitución y desarrollado por el Estatuto buscaba el acomodo de los nacionalismos, pero no sólo eso. La asimetría del derecho a la diferencia y a la propia voluntad territorial, que la Constitución reconoce a las comunidades, exige una contraprestación de lealtad democrática, cooperación institucional, solidaridad interterritorial y cohesión social. Es la forma compleja como la Constitución articula la pluralidad de nuestra unidad nacional. Si el desarrollo del primer principio ha sido evidente, al menos, en el caso vasco, aunque no sólo, el cumplimiento del segundo, sobre todo por parte de estos mismos nacionalistas, ha sido más que de dudosa realidad.
Celebramos estos días 24 años de Estatuto y, en algo más de un mes, el primer cuarto de siglo de la Constitución más duradera y estable de nuestra historia, siendo una buena ocasión para reflexionar y hacer balance, lo que nos debiera permitir tomar impulso para consolidar y mejorar, si cabe (y claro que cabe), lo conseguido en estos años. El País Vasco ha vivido en este cuarto de siglo la época de mayor bienestar y modernización de toda su historia, encontrándose por primera vez a sí mismo como país democrático y plural. Lo ha hecho en condiciones, eso sí, dramáticas de violencia, déficit democrático, reconversión económica y sangría demográfica, sólo compensadas por la confianza en que el consenso fundacional y la política de pactos entre las fuerzas democráticas eran la mejor garantía de un futuro de estabilidad, justicia, seguridad, integración y pluralismo. No de otro modo se puede explicar el auténtico milagro vasco de que los cientos de miles de víctimas de la violencia y excluidos por el régimen nacionalista no hayan explotado violentamente contra una injusticia que no sólo no está siendo reparada, sino que se acumula cada día, acabando con su único antídoto, la paciencia y la confianza en las instituciones. La nueva arquitectura institucional del autogobierno vasco (en su doble vertiente autonómica y foral), compleja y densa como ninguna otra en España y muy pocos entes subnacionales en el mundo democrático desarrollado, ha conseguido acaparar el control legislativo y de gestión de la mayor parte de los grandes servicios públicos y competencias estatales. Su modelo de gestión se financia de una forma extraordinaria y originalísima en base al Concierto Económico, según el cual el País Vasco administra alrededor de billón y medio de pesetas anuales, pagando un cupo anual por las competencias y servicios comunes en manos del Estado, que supone poco más de una de cada diez pesetas gastadas por las instituciones vascas y que evidencian el grado de soberanía material de dichas instituciones. La consagración constitucional de este indudable privilegio histórico de vascos y navarros no ha servido para colmar la voracidad (integrar) del nacionalismo vasco, a pesar de que el gasto público por habitante y año en el País Vasco supera con creces al de cualquier otra comunidad autónoma, dando buena medida de la asimetría y del privilegio del que gozamos los ciudadanos vascos. Por si fuera poco, la caja única de la Seguridad Social permite que nuestra baja población activa, las prejubilaciones de nuestros procesos de reconversión, las coberturas del desempleo, el mayor envejecimiento de nuestra población y las pensiones más altas de España sean compensados por la solidaridad, poco reconocida, de todos los españoles.
Es cierto que hay competencias y transferencias pendientes; es cierto que la integración europea sobrevenida ha cercenado competencias estatales (centrales o autonómicas); es cierto que determinada legislación básica ha podido limitar la capacidad legislativa territorial, pero todo ello está dentro de los límites constitucionales, y está sujeto a las tensiones y negociaciones propias de cualquier sistema de gobierno complejo. No hay, pues, una única interpretación, ni la responsabilidad es unidireccional. Que los gobiernos centrales, todos, podrían haber sido más generosos, es cierto. Pero también lo es el que podrían no haber entregado el país al nacionalismo desde el principio. Que el PP podría tener más mano zurda y un poco más de suavidad en las formas, hasta el punto de no romper el diálogo intergubernamental, puede ser razonable o, incluso, exigible. Ahora bien, ¿qué decimos de la deslealtad democrática del nacionalismo?, sobre todo después de haberse apropiado en exclusiva del país y sus instituciones, después de haber acumulado el poder institucional y clientelar que tiene; después de haber hecho las políticas educativas, lingüísticas, audiovisuales, fiscales o de seguridad, entre otras, que le han convenido para la consolidación y reproducción de su poder, aun en contra de los intereses sociales y políticos, o de la propia seguridad, de sus socios de gobierno durante casi una década. Sin embargo, la mayor parte de la sociedad vasca está satisfecha con su nivel de autogobierno, aunque no le repugna que éste se amplíe si es para seguir disfrutando de sus evidentes beneficios materiales. ¿Dónde están, entonces, las responsabilidades de la insatisfacción de los nacionalistas vascos? ¿Dónde está la proporcionalidad de su respuesta a las diferencias entre lo conseguido y lo que queda por obtener? La respuesta es bien distinta a la que dan algunos. Las responsabilidades caen en mucha mayor medida y de forma cualitativa del lado del propio nacionalismo. Las responsabilidades del nacionalismo vasco son su propia irresponsabilidad democrática, que amenaza la estabilidad y la convivencia entre los vascos, y la propia construcción plural de la sociedad vasca. La clave, sin embargo, no está en obligarles a pagar o, siquiera, a reconocer y enmendar tal irresponsabilidad, porque, probablemente, sería inútil y hasta contraproducente, en tanto en cuanto se pudieran escudar plebiscitariamente en una ciudadanía vasca convertida en rehén. La clave está en conseguir que sea esta misma ciudadanía la que exija su responsabilidad, castigándoles en las urnas y apartándoles del poder. Espero que este ejercicio de análisis crítico no sea saludado como un insulto o descalificación, por unos, o demonización del nacionalismo, por otros. Es, simplemente, una forma, dura sin duda pero cívica, de exigir responsabilidades a quienes tienen la obligación de rendir cuentas.
Francisco Llera Ramo, EL PAÍS, 25/10/2003