JAVIER SOLANA-EL PAÍS

  • La defensa de nuestros valores fundamentales no debiera impedirnos avanzar juntamente con otros países en la resolución de nuestros retos globales más urgentes

La democracia liberal sigue viva, aunque con evidentes grietas. Según Freedom House, llevamos 15 años consecutivos de retroceso democrático global. En aras de frenar la creciente ola autoritaria en el mundo, la semana pasada se celebró la Cumbre por la Democracia, a la cual el presidente de EE UU, Joe Biden, invitó a más de un centenar de países con el objetivo de fortalecer la democracia a nivel global. Para un español de mi generación, existen poderosas razones para resaltar el valor de la democracia en el mundo. Habiendo vivido una parte de mi vida bajo la dictadura franquista, sé bien lo que implica para un país optar por la apertura y la prosperidad. La Transición fue un hito histórico, que nos trajo instituciones democráticas, el desarrollo del Estado del bienestar y la integración en Europa.

Sin embargo, la defensa de la democracia como sistema político moral, justo y práctico no debiera llevarnos a definir las relaciones internacionales como una mera oposición entre países democráticos y autocracias. Después de todo, un encuentro entre países para solucionar problemas globales concretos no es negativo en sí mismo, lo importante es que contribuya a resolverlos.

Aunque los participantes en la Cumbre por la Democracia se comprometieron con causas de gran importancia, como la protección de los derechos humanos, el evento será recordado por su valor simbólico más que por sus resultados. Prueba de su simbolismo fue la decisión de Biden de invitar a Taiwán, que poco habrá contribuido a rebajar las tensiones con China.

Por otro lado, la necesidad de una gobernanza global efectiva es más urgente que nunca, pues nos encontramos ante un mundo más hostil y peligroso. Las posibilidades para causarnos daño entre seres humanos se han multiplicado. A la amenaza nuclear del siglo pasado se suman los ciberataques, el uso de la migración como arma geopolítica, las crecientes inversiones en tecnología militar o el potencial maligno de la inteligencia artificial.

Dividir al mundo en dos campos ideológicamente opuestos, como ha parecido sugerir esta Cumbre, conlleva un importante riesgo geopolítico. Una separación entre países libres y autocracias podría contagiarse a las organizaciones internacionales, fundamentales para la resolución de problemas globales.

Por ejemplo, hace tiempo que la Organización Mundial del Comercio (OMC) ha dejado de ser funcional, por la incapacidad de crear normas de comercio internacional que acomoden las diferencias entre sistemas económicos. Añadir un elemento de separación ideológica entre países democráticos y no democráticos a la ya existente división dentro de la organización no hará más que dificultar la búsqueda de soluciones en materia de comercio global.

Resolver estas disputas es de vital importancia si queremos evitar las terribles consecuencias de un desacoplamiento económico entre EE UU y China. El sistema multilateral que se construyó tras la Segunda Guerra Mundial fue un acontecimiento histórico, pero sus instituciones no tienen los instrumentos para hacer frente a un mundo cada vez más interdependiente, complejo y dinámico.

La crisis de la Covid-19 dejó esto manifiestamente claro. La humanidad no estaba preparada para combatir la pandemia, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) mostraba un claro déficit de financiación. Cuando Donald Trump retiró a EE UU de la OMS en un gesto de gran irresponsabilidad, la Fundación Bill y Melinda Gates pasó a ser, temporalmente, su mayor contribuyente.

Por lo tanto, en lugar de enfatizar sus diferencias ideológicas con otros países, las democracias deberían reconocer su responsabilidad hacia ellas mismas y hacia el mundo. En este sentido, considero que las democracias deben abordar dos tareas cruciales para renovar su legitimidad doméstica e internacional.

La primera es reducir las desigualdades económicas internas. La democracia se reafirmó como sistema político tras la Segunda Guerra Mundial con la creación de un Estado del bienestar que asegurara el crecimiento económico y la cohesión social. Sin embargo, esta cohesión social ha sufrido grandes retrocesos en las últimas décadas, viéndose especialmente debilitada con la crisis financiera del 2008 y la pandemia.

Las desigualdades socioeconómicas que caracterizan a nuestras sociedades son un problema para la democracia, ya que implica que vivimos vidas cada vez más separadas, acentuando las diferencias en el acceso a la participación política. En última instancia, la desigualdad erosiona nuestra capacidad de actuar como ciudadanos. La regresión democrática en muchos países nace en gran parte de la insatisfacción de los ciudadanos, que han visto cómo sus condiciones de vida han empeorado en los últimos años, creando profundos sentimientos de frustración con el sistema político. Es en este desencanto que ha permitido la aparición de movimientos populistas y nacionalistas..

La segunda tarea consiste en la toma de un liderazgo claro por parte de las democracias más ricas hacia el Sur global, creando las condiciones socioeconómicas necesarias para su desarrollo. Esto también podría facilitar la adhesión a los valores democráticos en los países en vías de desarrollo.

Como nos ha demostrado la aparición de la variante Omicron, debemos actuar por imperativo moral y por pragmatismo en el reparto equitativo de las vacunas contra la Covid-19. Los datos de vacunación en el continente africano son desoladores. Mientras en las democracias ricas avanzamos hacia la tercera dosis, solo un 8% de los africanos ha recibido una pauta completa de vacunación contra la Covid-19.

No hay mejor campaña en favor de la democracia que una vacunación rápida de los países más vulnerables. Dado que vacunar a un 70% de la población mundial costaría únicamente un 0.13% del PIB del G-7, las democracias más ricas tienen una oportunidad de oro para incrementar su legitimidad internacional.

Las democracias pueden reafirmar su liderazgo global haciendo efectivo su compromiso de financiar la transición ecológica en los países del Sur global. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2009, que tuvo lugar en Copenhague, los países más ricos se comprometieron a transferir cien mil millones de dólares cada año a los países menos desarrollados para ayudarlos a afrontar el coste de la transición ecológica. Este acuerdo no se ha cumplido nunca desde su adopción.

Cumpliendo con su promesa electoral de convocar una cumbre de democracias, Biden ha demostrado que no es Trump. Sin embargo, esto podría demostrarse insuficiente. Cooperar con quien es ideológicamente afín ya es de por sí complicado. Más difícil es hacerlo con quien tiene una visión del mundo diferente, incluso opuesta a la propia.

Necesitamos fortalecer nuestras democracias, pero la defensa de nuestros valores fundamentales no debiera impedirnos avanzar juntamente con otros países en la resolución de nuestros retos globales más urgentes. Creo sinceramente, que esta es una reflexión democrática.