Ignacio Camacho-ABC
- Ninguno de los tres jueces del Gobierno ha puesto en su sitio a Iglesias para defender la independencia de sus colegas
Cuando un ciudadano pierde un litigio civil o sale condenado en un proceso penal tiende a pensar que el fallo ha sido injusto, y en ocasiones que el juez ha podido actuar por intereses espurios. Y salvo que lo acuse directamente de prevaricación, en cuyo caso se expone a una querella, tiene derecho a manifestarlo en público porque las críticas a las decisiones judiciales forman parte de una libertad de expresión que ampara incluso ciertas modalidades de insulto. Sin embargo, si quien afirma que la Justicia está comprada es un miembro relevante del Gobierno, la crítica se convierte en un conflicto de poderes y en un cuestionamiento expreso de las bases del Estado de Derecho. Y eso es lo que
hizo la semana pasada Pablo Iglesias. Al declarar que los jueces españoles ponen sus decisiones en venta, el vicepresidente fue mucho más allá de la protesta o del desacuerdo legítimo con una determinada sentencia para adentrarse en la recusación abierta de uno de los pilares esenciales del sistema. Y no fue un calentón ni una arenga; se trataba de una operación de descrédito en toda regla que los dirigentes de Podemos secundaron con perfecta coordinación estratégica mientras ninguno de los tres magistrados del Gabinete ha tenido la nobleza de salir en defensa de la honradez de sus colegas.
Marlaska, Robles y Campo jamás hubieran permitido que nadie pusiese en duda su independencia durante el ejercicio de sus carreras. Ahora, la servidumbre del cargo eventual que desempeñan les fuerza a mirar a otro lado y agachar la cabeza. Todos se han refugiado, como su jefe Sánchez, en el inaceptable casuismo de que Iglesias se pronunciaba como líder de su partido. Casualmente, del partido que sostiene -y a menudo dirige- a este inestable Ejecutivo del que algún día saldrán lamentando haberse dejado en él jirones de prestigio. En el presidente no es novedad este subterfugio tan manido: se lo ha aplicado alguna vez a sí mismo para justificar las contradicciones en que incurre por su carencia de principios. Pero los togados, aunque hayan colgado el ropón en una percha, conocen la naturaleza provisional de su periplo político y ha de resultarles sufrido callar ante una agresión tan grave a la honorabilidad de su oficio. Da pena ver su incomodidad ante el compromiso de tragarse su opinión para no poner en peligro la cada vez más insostenible cohesión del Consejo de Ministros.
Porque todos ellos saben que Iglesias no es fiable como aliado, que detesta al PSOE y que lo soltará del brazo en cuanto encuentre un resquicio táctico. Que habría que embridar su instinto de caudillo y poner límites a su apetencia de mando. Y que hoy son los jueces, como ayer el Rey, quienes sufren su agravio, pero mañana puede ser el propio presidente el que se arrepienta de haber entregado la llave de su despacho a un antisistema incompatible con las responsabilidades de Estado.