JAVIER REDONDO, EL MUNDO 04/02/14
· El autor afirma que la singularidad catalana sólo tiene sentido respecto de su inclusión en la realidad española.
· Dice que el proceso autonómico se ha configurado en función de la negociación entre el Gobierno y la Generalitat.
El discurso nacionalista se nutre de tres falacias que combina y activa alternativa o simultáneamente en función de los contextos, los escenarios y sus necesidades perentorias. En cuanto que falacias son tramposas. Son la falacia de la identidad, de la incomprensión y de la transacción. Basándose en la posesión de una identidad singular –que el resto de España, incluyendo regiones con rasgos de identidad (el barbarismo identitario no lo recoge la RAE) igualmente particulares pero sin lengua propia, tuvo que asumir como peaje de la Transición–, el nacionalismo ha forjado artificialmente y protegido su relato diferenciador.
Durante muchos años quedó fuera de la corrección política equiparar identidades y cuestionar hechos diferenciales. Las élites políticas de las distintas autonomías se conformaron con homologar, en la medida de lo posible, competencias. No importaba que Cataluña ejerciera de avanzadilla. Sólo las últimas reformas estatutarias desbocaron la imaginación localista e hincharon la burbuja de linajes históricos y culturales postizos. Paradójicamente, no ya negar sino simplemente soslayar los hechos diferenciales contravenía el espíritu de entendimiento y fomentaba más la crispación que aceptarlas e incluso exagerarlas. Hace tiempo que el nacionalismo ha olvidado que Cambó anteponía el hecho peninsular al hecho diferencial. Quería decir que la singularidad catalana sólo se entiende y tiene sentido respecto de su inclusión en la realidad peninsular y española. Y que uno de los iconos del nacionalismo, Prat de la Riba, pensaba en una Cataluña próspera dentro de una España sólida.
En segundo lugar, la falacia de la incomprensión se incorporó debidamente alimentada por la anterior: el Estado central debía robustecer la singularidad. Cuanto más la protegiera, más la comprendería y estaría dando muestras de su voluntad integradora. De modo que España blindó la singularidad catalana para que el nacionalismo la utilizara después contra España. De nuevo la paradoja: cultivar la diferencia era un ejercicio de integración y, por tanto, aparentemente servía para fortalecer la convivencia. Mientras, el nacionalismo se frotaba las manos. Descentralizar las competencias educativas, por ejemplo, suponía reconocer la identidad de las nacionalidades y regiones de España. La sensibilidad para con el nacionalismo exigía de un esfuerzo comprensivo unidireccional, pues se interiorizó con naturalidad que la contrapartida a la cesión de privilegios era la solidaridad, como si ésta no fuera un principio constitucional para preservar la unidad de la nación y garantizar la igualdad entre ciudadanos. Esto es, el resto de España asumió inconscientemente el componente discriminador y despectivo del argumentario nacionalista.
Cuando en el verano de 2012 Artur Mas, presidente de la Generalitat y primera autoridad y representante del Estado en la comunidad autónoma de Cataluña, pisa el acelerador del desafío rupturista, pronuncia una frase demoledora que pasó relativamente inadvertida: «Cataluña se ha cansado de no progresar». O sea, España es un obstáculo para el progreso de Cataluña. No se trata de asumir que la solidaridad interterritorial tiene un límite sino de culpar a España de los males que asolan Cataluña. El nudo de la narración consiste en describir el desafecto no únicamente en razón de la incomprensión sino del fracaso del proyecto colectivo –caracterizado por un centralismo asfixiante– achacable a uno de los dos contratantes. Uno de los gurús del desafecto, el prestigioso profesor Germá Bel, cierra así su libro Anatomía de un desencuentro: «Ser catalán de la Cataluña que es y español de la España que es, resulta agotador, demasiado agotador. Y, además, es imposible». El argumento se basa en tal disonancia cognitiva que incurre en una contradicción en términos: la España autonómica, federalizable, luego descentralizada y finalmente federalizada de facto, ancla a Cataluña al centro. La conclusión es que si Cataluña debe emprender un proyecto decididamente modernizador debe hacerlo independiente de España, porque España ha dado muestras sobradas de incapacidad y Cataluña ya le ha concedido suficientes oportunidades.
La tercera falacia es la de la transacción. Apuntalada la identidad, reconocida la diferencia y legitimada la permanente y creciente demanda de comprensión –léase como chantaje y privilegios–, resta únicamente establecer los términos y resultados del acuerdo, del trato, del negocio, del intercambio. Pasemos por alto que ya se ha instalado cómodamente el mantra de que España y Cataluña son dos realidades situadas en un mismo plano y que acuerdan de igual a igual. En este punto entran en consideración aspectos relacionados con nuestra cultura política y sistema institucional que han contribuido a pervertir nuestro modelo de organización territorial.
Por un lado, el proceso autonómico se ha configurado en sus varias fases en función de la negociación entre el Gobierno central y el de la Generalitat. Por otro, en aras de proteger la convivencia y la identidad diferenciada y hacer gala de la comprensión exigida, el discurso constitucional fue desapareciendo progresivamente del espacio público catalán. El discurso hegemónico ha devenido en abiertamente desleal a la Constitución, rupturista, divisivo, reduccionista y polarizador.
Cuando un sistema no admite la pluralidad y el espacio público es hermético y unidimensional sólo hay una manera de ascender profesionalmente, sobre todo en la Administración. Igual que el profesor Artola distinguía entre afrancesados por convicción –liberales, reformistas y moderados– y los juramentados –colaboracionistas y oportunistas–, podemos ahora identificar con claridad toda una casta de profesores, cuadros altos de la Administración e intelectuales orgánicos, periodistas y artistas cuya promoción y estatus dependió y depende de la aceptación del marco interpretativo nacionalista. La mayoría de ellos se sitúa en la órbita de la izquierda, del PSC y de IC, y muchos han sido convenientemente premiados por su fidelidad con sinecuras, subvenciones, proyectos o promociones. Por esta misma razón cobran tanto valor, intelectual y moral, las voces disidentes con el nacionalismo y leales a la Constitución.
Otro de los males que aqueja a nuestro modelo es que, bien porque el Gobierno central carezca de mayoría absoluta en las Cortes, bien por buenismo o hipersensibilidad ideológica, lo cierto es que siempre ha habido margen para aceptar las demandas del nacionalismo mientras estas no fueran de máximos. El problema que se plantea ahora no es sólo que las demandas son de máximos, sino también que parte del espectro parlamentario español está dispuesto a satisfacerlas, aunque ello suponga en última instancia una ruptura con la legalidad. En la ensalada conceptual de parte de la izquierda española la ley es un obstáculo para la democracia y no su salvaguardia. Y aunque parezca una cuestión secundaria por teórica, precisamente es la que nos sitúa al borde del abismo. Pues si no existiera una mal llamada tercera vía, una parte del problema estaría solucionado. Pretendía explicarlo pero se adelantó en las páginas de El País el profesor Félix Ovejero, una de las cabezas más lúcidas y autorizadas contra el nacionalismo y la hipocresía de la equidistancia: «La tercera vía no es nueva. Llevamos la vida entera en ella. La situación actual es la tercera vía respecto de otra previa que era la tercera vía de otra que también se presentaba como solución». Cuando al constitucionalismo se le llama inmovilismo, se reclama diálogo hacia ninguna parte y el pacto fiscal es sólo una meta volante, es que esa izquierda oficial, correcta y biempensante ha caído en la tela de araña del nacionalismo. Porque nos hemos pasado todo el proceso de consolidación democrática negociando hasta que ya no queda nada más que negociar que la ruta de la independencia.
POR ÚLTIMO, nos encontramos hoy con otro problema añadido, el último pero no menor: crece el número de españoles exhaustos, por suerte todavía son o parecen pocos, que empiezan a compartir los propósitos del nacionalismo y ven con muy buenos ojos la independencia de Cataluña. Lo que no parecen dispuestos a aceptar son los medios, pues aceptar las exigencias del nacionalismo catalán y su derecho a decidir supondría admitir nuestra condición de ciudadanos de segunda, pues los españoles no catalanes nos convertiríamos en ciudadanos sin soberanía.
La noción fue acuñada por el profesor americano Daniel Gordon, y se refería al siglo de tránsito entre dos tiempos, el despotismo ilustrado y la revolución. Primero ciudadanos y luego soberanos. La raíz reaccionaria del nacionalismo le lleva a querer desposeer a los ciudadanos del resto de España de uno de sus elementos definidores y consustanciales tras las revoluciones liberales: la soberanía. Quiere convertirlos en súbditos sujetos a la voluntad de las entidades territoriales. En conclusión, que articular un proceso de independencia de Cataluña no discriminador y que no socave el principio de igualdad entre los españoles es demasiado complejo y pasa por una delicadísima y afortunadamente inviable operación de deconstrucción de España. Lo dejamos para la próxima entrega.
Javier Redondo es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III y director de La Aventura de la Historia.
JAVIER REDONDO, EL MUNDO 04/02/14